Hace alrededor de seis meses, quizá, cuando en la sala de espera aguardaba que me atendiera un médico, de otra clínica salió un paciente de la tercera edad, de aspecto endeble, canoso, encorvado y de paso lento, que se hacía acompañar de una mujer mucho más joven que él, que se encargó de pagar los honorarios del facultativo que había atendido al hombre de mirada triste. Al advertir mi presencia saludó con ligero ademán de cabeza y con huraña sonrisa.
Lo identifiqué de inmediato. Era el otrora influyente Eduardo González Rivera, el entonces presidente del Grupo Bancafé, cuya quiebra sobresaltó a todo el sistema bancario, pero especialmente y pasados los días, meses y años provocó la muerte indirecta de una veintena de cuentahabientes, derivado de la tristeza, desmoralización y depresión causadas por la pérdida de sus ahorros con los que enfrentarían con decoro su vejez, fuera de otros tres mil afectados que han logrado sobrevivir, indignados ante la negligencia y supuesta confabulación del prófugo de la justicia Willy Zapata, a la sazón titular de la Superintendencia de Bancos, y del desplante de los ejecutivos de la desaparecida institución financiera.
Durante estos días he sentido de nuevo emociones encontradas al ver la fotografía del anciano exbanquero enjuiciado, porque pienso que debe ser muy desolador para un hombre que se creía invulnerable al sufrimiento e inmune a la justicia, encontrarse a solas con su conciencia y recluido en un sanatorio para evadir la cárcel, aunque las enfermedades que padezca y su edad merecen prerrogativas que él y sus socios jamás tuvieron para con todos aquellos que les confiaron su dinero, ganado a base de esfuerzos, y que perdieron repentinamente.
Sin ánimo de ensañarme contra esa persona, yo me pregunto cómo puede medirse, tasarse o evaluarse la angustia de todos aquellos hombres y mujeres que alentados por las promesas de los ejecutivos de Bancafé y creyendo en la presunta certidumbre de documentos autenticados por inescrupulosos notarios depositaron sus ahorros en ese banco, para más tarde encontrarse ante la cruda realidad de la colectiva estafa, aprovechándose de su buena fe y credulidad.
Al margen de que todos aquellos hombres y mujeres que fueron defraudados puedan rescatar parte de sus ahorros, es imposible que puedan recuperar años de desesperanza, de ilusiones rotas, de sueños irrealizados. Lo más importante, empero, sobre todas las cosas, es que nunca se recobrará la vida de quienes fallecieron en las sombras de su amargura, desdicha y tristeza.
Pero lo que no ha desaparecido es el cinismo y el desaire del exaspirante presidencial Eduardo González Castillo, hijo de González Rivera, para quien el accionar del Ministerio Público no es más que “un show mediáticoâ€, expresión que demuestra su absoluto desprecio a las víctimas de la desmedida codicia de los González y de los otros accionistas mayoritarios de Bancafé, para quienes el excesivo afán de lucro sobrepasa elementales normas éticas y legales, desconociendo lo que es la compasión y la justicia, y sin dar muestras de un leve arrepentimiento.
A esa ofensa a los depositantes embaucados se suman las desdeñosas palabras del abogado de la familia acusada, para quien la captura y persecución penal de sus patrocinados no es más que “una cortina de humoâ€, probablemente levantada con las cenizas mezcladas de aflicción y desconsuelo de las víctimas del fraude, y con la insolencia y altanería de los estafadores, alentados por columnistas que alquilan sin pudor sus ordenadores y sus almas, siempre dispuestos a defender a su amos.
(El funcionario bancario Romualdo Tishudo llega repentinamente a su casa y al encontrar a su mujer con un colega le dispara. La esposa le reclama: –Si seguís comportándote así te quedarás sin amigos).