La espiral de violencia que agobia a los guatemaltecos ha rebasado los límites de la frialdad, la incredulidad, la injusticia y el asombro, pues a diario se cometen crímenes con una saña nunca antes vista, sacada de películas de horror, que conmueven los estratos sociales.
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Asaltos, extorsiones, secuestros rápidos, masacres a familias, violaciones a mujeres a cualquier hora y en cualquier rincón de nuestra patria, por demás desangrada. Hay más sangre derramada en las calles de nuestro país que agua para consumir, hay más armas y balas asesinas que productos de la canasta básica como el frijol y el maíz, por poner un ejemplo, que apenas logran llegar entre penumbras a las mesas polvorientas de pobreza y olvido de las regiones más lejanas.
Hasta cuándo se detendrá la sed de sangre de la violencia, que día a día interrumpe la vida de algún ciudadano para saciarse. Hasta cuándo más familias cargando a cuestas con el dolor de haber perdido algún familiar y con la incertidumbre de ser un caso más para las estadísticas mortuorias. Hasta cuándo más hijos, padres, hermanos, esposos, viudas, abandonados a su suerte, clamando justicia, porque las balas asesinas de un desalmado decidieron truncar los días de sus seres queridos.
La madre patria agoniza cada momento y somos incapaces de acudir en su auxilio. Los jinetes de la impunidad y la corrupción galopan sin cesar adueñándose cada vez más del territorio nacional, de nuestros niños y jóvenes llamados a enlistarse en una guerra entre hermanos, sin nombre, sin causa ni razón, sin esperanza ni compasión.
Los días transcurren y la lista de muertes se agiganta. Mientras tanto, nos familiarizamos y nos conformamos con la situación que nos ha tocado vivir, pues sin querer nos convertimos en testigos silenciosos de la sombra enrojecida de la violencia que deja en su cabalgar las huellas de la muerte y el desamparo en una sociedad a punto de colapsar, con una justicia ciega y sordomuda.