Bailando para mi prima


Arturo Arias

Todo empezó la plomiza tarde cuando me desnudé frente a mi prima Inge, en los dí­as niños cuando me sobraba el tiempo. Tendrí­a no más de 9 años, ella 7. Bonita era la Inge, en cierto tono alemancito que por falta de criterio se nos hací­a más atractivo en esos inciertos años. Siguiendo con sus lineamientos teutónicos, cuando no tectónicos, es su poquito gorda. Tonta siempre. Pero noblota. Aunque en ese momento no me daba cuenta, me lo tení­a que decir mi tí­a Elisa quien también se lo decí­a a ella, «Â¡Tonta!» Pacata por carencia de imaginación. Por ello se escapó del húmedo baño de sirvientas, de un cemento más desnudo que cualquier humano torturado por su agua gélida, con asomos de moho y mugre en sus esquinas y en el techo. Era un cuartito con escasa ventilación, sin ventanas, la pared grisácea por las razones ya dichas, y encima se descascaraba. El frí­o parecí­a no irse nunca aunque estuviera ubicado frente a un jardí­n edénico con su nisperal al centro, inundado por ese henchido solazo lacerando de quemante todos los dí­as que no lloví­a. Sirvientas tení­amos, pero no se dieron cuenta porque su dormitorio y baño estaban en la parte de abajo, al lado de la pila. Era necesario subir unas graditas para entrar a la casa por su parte trasera. Ese pequeño espacio era un añadido lamentable pero necesario. Su fea arquitectura y mal acabado reflejaban de manera perfecta lo que de la servidumbre se pensaba en esas latitudes azul y roca, duras, desoladas, ardentosas y brillantes como meteorito. La Alicia estarí­a en ese mismo momento sirviéndole café a mis papás y a mis tí­os arriba en el comedor, cantando canciones de «El Ultimo Cuplé» mientras los adultos mataban el tiempo gritando salivosamente de polí­tica. Habí­an tomado mucho whisky, sus cabezas se disipaban en el humo, porque entonces todaví­a se fumaba tabaco y todos comentaban desorbitados las manifestaciones en el centro de la ciudad, seguido de bromas en voz alta. Mi papá gritarí­a feroz, chispas en los ojos saltones, machacando con voz ronca la mayor cantidad posible de consonantes mientras golpeaba la mesa para disfrazar sus salivosos complejos tras una aparente radicalidad polí­tica. Mi tí­o soltaba comentarios chistosos tras los cuales se relamí­a complacido los bigotes rubios, como si fuera fino aristócrata berlinés y no un huérfano de Escuintla. La Alicia les serví­a el café. La otra sirvienta, la de adentro, habí­a salido. No me recuerdo de su nombre porque hubo muchas de adentro. Iban y vení­an para adentro y para afuera, pero sólo la Alicia seguí­a firme con nosotros, año tras año a lo largo de mis años niños cuando aun no tení­a mañas, no me hací­a moñas, no me sentí­a cercenado como si anduviera con muñones.


Nos separaba del griterí­o de los adultos la puerta de madera y tela de alambre abriéndose y cerrándose con grosero rechinido. De ella provení­an las gradas de cemento bajando insí­pidas hasta el jardí­n con su nisperal cubierto de verdes gusanos peludos. En el rincón más lejano, un techo de lámina hací­a de bodega para guardar los instrumentos de jardinerí­a. En el otro extremo se ubicaba el cuarto de sirvientas con su baño, justito al lado de la pila. Allí­ estábamos esa tarde cuando, con el rostro morado, me inspiré con la idea de desnudarme. Nunca lo habí­a hecho. Sólo frente a mi madre, pero de manera inconsciente, debido al letárgico peso del cansancio abrumador del sueño que me calaba, impidiéndome empijamarme sin su ayuda. Nunca como esa tarde. Nunca exhibiendo golosa mi cuerpo, con furia de desplante, buscando aplausos. Me habí­a fijado en el de mi prima Inge, guapa pero con cara compungida, tal vez por el ligero problema de sordera aquejándola todos los dí­as. Hasta me habí­a fijado en los cuerpos de Ruth y de Ana Marí­a, sus amigas. Me gustaban. El de mi prima y el de Ana Marí­a sobretodo. En el mí­o, ni reparado. ¿Por qué me desnudé? Podrí­a decirle que por la comedia de la vida, que porque me entró por primera vez la calentura en público. No lo sé. Quizás el cuerpo mismo tiene memoria de pasados placeres brumosos que busca reejercitar. No habí­a descubierto el sexo. Todaví­a era demasiado chiquito. Mi prima Inge no se habí­a desarrollado, era impúber. Sin embargo, habí­a en mi sorprendente actitud, el rito angosto, inapelable, húmedo, algún instinto inapelable, un sórdido tinglado cósmico operando por allí­ que yo mismo desconocí­a.

De pronto empecé a mover las caderas para un lado y para el otro, a girarlas, perlas en sugestivo bamboleo rí­tmico mientras las piernas se enlazaban, me desabotonaba la camisa, bam, entrecerraba los ojos y sonreí­a al exhalar, boleo, las manos en las tetillas, tarareando bajito para tranquilizarme, bam. No habí­a música, fuera de los agudos cantares de la Alicia reptiendo «Neeenaaa, me decí­a lo-co de passióóóónnn…» o «Fumando esperooo, al hombre que yo quieroooo, tras los cristales de alegres ventanaleees…» pero no llegaban hasta abajo, como no llegaban tampoco los gritos bruscos de mi padre brutalizado por la insidia de los heterógamos coroneles que a diario mataban gente como moscas. No habí­a visto nunca espectáculo similar a mis gestos del momento, pues eran los años 50. No habí­a televisión en casa, aunque al paí­s acababa de llegar tres años antes, y nunca habí­a visto pelí­cula con escena similar en ese entonces. En la pesadumbre mansa ni enterado estaba del amor. Varios años más tarde sí­ escuché del otro lado de la puerta del dormitorio mientras mi padre rugí­a sobre lo que imaginé serí­a el desnudo cuerpo de mi agobiada madre, hasta ponerme nervioso en extremo. No resistí­ a tocarles aduciendo necesitar una aspirina. Escuché la lejana voz de mi madre, «un momentito, ya vamos.» Abrió embatada y, desde luego, frustrada, cinco larguí­simos minutos después. Pero el dí­a que me desnudé, ni enterado. Viví­amos aun en la pasividad de la zona 4 antes de la inauguración de La Terminal, antes de ser expulsados de la casa descrita por el insistente remolino chirrioso de las camionetas extraurbanas y la confusión delirante de las rock-olas gritonas.

No sabré nunca de dónde me vino la espontánea inspiración divina, pero me llegó hasta hacerme perder el aliento. Mecer las caderas venenosas, desabotonarse la camisa entre sonrisa y sonrisa, vibrando, hasta llegar a quitármela, sobarme el pelo sin ningún recelo, saborear el gesto de destrabar la hebilla vaquera del cincho del pantalón, fragancia de mango fresco. Se insinuaban, lo sabí­a, los calzoncillos Jockey blancos. Siempre blancos. En esa época todaví­a no existí­an de colores. Mi prima Inge seguí­a allí­, aquietada, pasmada, como si alguien le apretara el cuello con una mano mientras con la otra le sostení­a la cabeza en su lugar, sus ojos cafés prendidos del juguetón zí­per de mi pantalón, la cintura nerviosa, sin yo poder distinguir el ocasional descenso horrorizado de sus párpados. Nalgueaba descontrolada. No habí­a nadie más. Ni siquiera Ruth o Ana Marí­a, lo cual hubiera sido sabroso, nalguear para ellas, sus amigas. Sólo Inge y yo. Estaba de blanco, con listones celestes y amarillos amarrados por atrás, calcetitas también blancas, de vuelitos, y zapatitos de charol negros de trabita. Sus ojos en mi zí­per con asombro helado. Mis muslos esbeltos, tensándose. Por instinto empecé a subir y bajar morbosa el zí­per, arriba, abajo, arriba, abajo, boleo. Mecí­ apetitoso las caderas quemantes en lento bamboleo de piñata en rotación incesante y, riente, bam, di media vuelta, boleo. Al hacerlo, estiré las piernas e incliné la espalda hacia adelante, exhibiendo mi exuberante grupa con furia perversa, los pies muy juntos, la cabeza calurienta. Agité el bombón como si fuera puta perdida, arriba, abajo, arriba, y luego me bajé los pantalones de lona hasta medio muslo, lanzando besos de fuego, pujando, subiéndolos con rapidez para que no se mostrara desnuda la nalga. Me reí­ socarrona, susurros calientes, candentes, bamboleo. Cerré los ojos, limpios, agité el bombón hasta lo más, piel adentro, ahora con mayor confianza, mordiente provocación. Yo era la isla de la música. Mi cuerpo metamorfoseado en liquidez enérgica, como hoy en palabras. Ya dijo Pizarnik que escribir «yo» es volverse un pronombre. Los pantalones bajaron esta vez más allá de las rodillas, abajo, abajo. Me agité mimoso, los agité, volvieron a subir. Sentí­ un aleteo en el corazón, los cachetes ardientes. Solté una enloquecida carcajada tan larga como fresca, seguida de un ronroneo de gato en celo. Reempecé las gesticulaciones. Estiramiento de piernas, sacar el bombón redondo lo más posible, arquear la espalda hasta casi quebrar la columna, bajar el pantalón. Esta vez lo dejé ir hasta el suelo. Se fue espasmódico, desfallecido. Cayó como trapo arrugado. Saqué el pie. El cemento frí­o, el sudor brillando en mis brazos. Lo saqué, perdiendo algo de equilibrio y de gracia, mas quedó afuera el pie. El pantalón arrugado, desechado cadáver en torno a una de mis sedosas piernas, la otra disfrutaba de su recién ganada desnudez. Ay, ay, aplausos. Me di vuelta para ver la cara de mi prima Inge pero me hubiera gustado ver la mí­a en ese instante. Inge ya no estaba. En su lugar se encontraba su padre, mi tí­o Willy, mirándome de arriba para abajo con ojos semicerrados, la cara crispada, descompuesta. Me quedé petrificado. No se me ocurrió decir nada más fuera de, «Â¿Y qué se hizo Inge?» «Subió a decir que te estabas desnudando,» respondió. «Mi primito se está desnudando, nos vino a decir.» «Ay, qué chismosa,» agregué. «Si era sólo entre ella y yo.» Fue sólo de adulto en que, hurgando en las caricias de otros tiempos, tuve conciencia de la estupidez insondable de mi comentario. «Vestite, y subí­ inmediatamente» me ordenó imperante. Se dio media vuelta y se fue. Sentí­ vergí¼enza. No de mi baile. Vergí¼enza de ser descubierto por mi tí­o, vergí¼enza de que mi prima no supiera guardar el secreto y se lo contara a los adultos. Vergí¼enza de que mi mundo de niño sin mañas fuera violado por la incrédula mirada del adulto. Nunca se me ocurrió tener vergí¼enza por desnudarme. Ni se me pasó por la cabeza. Ya desde ese entonces desnudarse me pareció lo más natural del mundo. El cuerpo es un bien público. Fue tan solo muchos años después que supe que mis movimientos de ese dí­a imitaban a la perfección los de Natalie Wood en Gypsy, donde ella imitaba a su vez a la famosa stripper Gypsy Rose Lee. Tampoco imaginé que ese dí­a se iniciaba un larguí­simo viaje que sólo terminarí­a cuando la conocí­ a usted, lo que me permitió volverme en quien ahora soy. Del humo de esa época, algo queda. Si me decidí­ al final a escribirle fue porque todos vivimos dentro de historias palpitantes y las vamos contando y ajustando cuando llegamos a sentir que si no las contamos, se pueden convertir en nuestras cárceles, al fin nacidos en jaula de animales. En la mí­a hormiguea todo lo viviente, todo se hace cuerpo. Mi palabra se erige gozosa contra la pretensión de que la naturaleza humana está sentenciada a ser fija, inamovible, permanente. Es por eso que ahora le presento desflorada mis recuerdos consentidos, furias ornamentosas, desiderativas. Seguirán en mis correos mi texto, textil hilado de palabras, mareando los caminos de mi baile, los contornos de mi geografí­a, mis ejes oscilatorios este-oeste, agua y fuego, el dí­a y la noche, Madrid-Laguna Beach, viendo el mar en el oeste, puerta del origen, de cuya migración le voy dejando mis huellas.

* Fragmento de la novela Arias de don Giovanni, por publicarse en F&G Editores en julio del presente año.