Acostumbrado a verla casi todas las noches, entre diez y once, empecé a dormir más temprano algunos días. Comencé a extrañarla un poco, a pensar en dónde estaría en aquellas horas de siempre en que compartíamos más de algo; un cruce de palabras, tal vez; la crónica de la jornada, en ocasiones; a veces nada más que las palabras de cortesía; y varias otras, unas cuantas de sus tristezas.
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Además, ya no la vería seguido porque había logrado obtener su abastecimiento de gas propano de las manos bondadosas de alguna persona que la conoce desde hace varios años.
Llegó el 20 de octubre, y yo sabía que en tres días cumpliría los 80.
Hubo ocasiones en que se fue casi a medianoche de mi casa, porque el agua que necesitaba para beber, la puso más tarde que de costumbre; o quiso tomar una taza café hervido, según su dieta; o de repente, aún no había pelado la verdura que se comería hasta el otro día, pero que necesitaba cocinar a esa hora, porque no tendría más tiempo por la mañana.
Recuerdo apenas cuando la conocí. Pasaba por la casa, con su niño, que no era de sus entrañas, pero al que crío desde los dos meses.
«Cosquillas» le decíamos con mi primo a aquel niño, porque solo nos miraba y se abalanzaba a ensartarnos sus delgados dedos entre las costillas para hacernos reír. ¡Ah!, cómo me entristeció el inició de un noviazgo, cuando supe que había fallecido en el interior del bus en el que al parecer trabajaba.
Cuando yo cursaba sexto primaria, junto con mi primo faltamos una vez a estudiar, porque fuimos a levantar con «Cosquillas» y otras personas, los palos y laminas quemadas que habían quedado la noche anterior, en la que le prendieron fuego a su «covachita», como ella le decía a la galera donde vivían.
No puedo olvidar aquello, fue tan estremecedor e impactante para mí. Supe que tanto mal puede una persona hacerle a otra, solo para quedarse con un pedacito de tierra, de la que nadie es legalmente dueño.
Según recuerdo, pagó cada centavo de un préstamo a uno de sus conmovidos patrones, donde lava, plancha y cuida a algún niño, para reconstruir un lugar para dormir. Esta vez, lo edificó de block.
Cuando hay frío, veo entre la multitud, un sombrerito rojo, que se mueve errante y de arriba para abajo. Sin ver nada más, me doy por enterado que es ella.
Cumplió los 80 y yo la vi dos días después. Hasta entonces pude darle un abrazo de festejo de fecha. Pero, cuando se fue, yo sabía que iría para allá, a su «casita», como le dice al nuevo lugar que habita. Quizá a sentarse a la luz del cabo de vela que había dejado antes de irse a la iglesia y escuchar algo para distraerse en su radio de baterías. A esperar su agua, que ahora hierve en su estufa, para tomar su medicina, posiblemente. O quizá, a acostarse para conciliar el sueño varias horas después, porque el recuerdo y luto de su hijo no la deja en paz, y le da vueltas en la cabeza como si fuera ayer, eso que sucedió hace más de siete años. Quién sabe. Pero yo, como quien habla con quien ha gozado lo mejor de la vida, todavía le dije: «Feliz noche».
Una muestra del gran ausente: el Estado, y la marginación que hace el modelo socioeconómico de Guatemala.