Es indudable que los guatemaltecos nos sentimos avergonzados por el asesinato de Facundo Cabral y que ese sentimiento ha sido más poderoso que cualquier cosa para provocar reacciones entre la gente. Acostumbrados como estamos ya a ver diariamente un montón de muertos, prácticamente no nos indignamos ni reaccionamos cuando se perpetra algún crimen, salvo que se trate del entorno muy directo, puesto que sin inmutarnos vamos viendo día a día que por un celular matan a cualquiera.
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El ejemplo nos lo dio el mismo presidente Colom, quien esta vez si ofreció una declaración pública para manifestar su congoja por la muerte del extraordinario artista y pensador. Y tras él varios grupos decidieron que era del caso manifestar contra la violencia porque esta situación es insoportable.
En los comentarios recibidos en La Hora, la mayoría de ellos de argentinos y latinoamericanos muy dolidos, ha habido de todo, desde frases durísimas e injustas contra el país y sus habitantes, hasta muchas muy bien expresadas en las que se dice que esos problemas de violencia han sido comunes en muchos países, pero que la gran diferencia está en que los guatemaltecos no hacemos nada para exigir que cese la situación de violencia ni para reclamar eficiencia a las autoridades.
Somos tan peculiares en nuestra forma de ser que ni siquiera expresamos un reconocimiento cuando alguna institución empieza a rendir frutos y realizar un buen trabajo. Fuera de los comentarios publicados en La Hora sobre la eficaz labor del Ministerio Público resolviendo algunos crímenes en forma acelerada y efectiva, la opinión pública ha cerrado los ojos a esos pequeños avances que son, en el fondo, la única respuesta que puede haber para contener la avalancha del crimen, puesto que mientras no haya certeza de castigo legal, seguiremos viviendo en la ley de la selva.
Pero darnos cuenta de que en el mundo nos ponían el ojo encima y que lo hacían de manera severa y crítica por el imperdonable asesinato de uno de los cantautores más respetados y queridos de América Latina, nos hizo reaccionar de una forma que no nos es común a los chapines. Por fin se escucharon algunas voces de protesta, tampoco en cantidad y volumen como para pensar que dimos un gran paso, pero al menos hubo una reacción, una exigencia para que las autoridades hagan algo para contener la criminalidad.
Y es que nos han recordado las estadísticas para hacernos ver que Guatemala es un país más peligroso que los lugares donde se libra la llamada guerra contra el terrorismo. Hay más muertos por habitante aquí, que en Afganistán o de los que hubo en Irak durante la guerra ordenada por Bush. La diferencia es que aquí los chapines seguimos con nuestra vida como si nada pasara, como si tanta violencia fuera una especie de castigo divino frente al que no queda otra que resignarnos.
Todos los guatemaltecos debiéramos escuchar las reflexiones de Cabral y tal vez encontremos en ellas la forma de encontrarnos a nosotros mismos, de dejar de ser aquello que él llamaba la gran mayoría del mundo, la compuesta por los pendejos que no se dan cuenta cuán fregados están. Son tan mayoría, decía Cabral, que “hasta eligen a los presidentesâ€, resumiendo en una frase que era tomada a manera de chiste por los auditorios pero que tenía un profundo sentido político, la realidad de muchos de los pueblos latinoamericanos. No es que Cabral fuera un profeta infalible ni un oráculo incuestionable, pero tenía el suficiente sentido común para ver las cosas y para expresarse con propiedad apartando lo fundamental de la vida de la basura que tanto tiempo nos quita y que tanto nos daña.
Y seguro nos diría que la suya no es una muerte distinta a la del piloto de bus, del campesino degollado y que aunque esperaba encontrarse con Dios, esa no era la forma.