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Ese día, desde muy temprano me iban siguiendo cinco tipos, que desde un principio sabía yo que iban a matarme, como a mi Jesús Nazareno del templo de San José llevando a cuestas su cruz y atrás su banda fúnebre que hace vibrar a toda la gente que contempla el vaivén de la pesada anda, y más atrás los chupetines y los algodones de azúcar, los niños esperando impacientemente que me maten, para irse a su casa, mientras que los más grandes viendo lo bonito que habían adornado las alfombras de aserrín en las cuales yo pasaba aliviando el peso de mis pies. Justamente cuando pasaba por el cerrito del Carmen, al pie de la enorme cruz blanca me encontré al Sombrerón, que me contó que le molestaba el olor de las llantas que quemaban unos patojos, mientras unas viejitas que rezaban el rosario se persignaban al ver a un hombre muerto que iba caminando. Al llegar al Barrio Moderno vi a mis amigos de la infancia, a don Lucio y al «Chimaltenango» haciendo trabajitos para sus guaros, mientras en la tienda «Sagrado Corazón de Jesús» estaban sacando a la venta los higos en miel y las espumillas, las tostadas de guacamol, frijol y salsa y lo que más me gustaba, mi arroz en leche con mis molletes de Zacapa. Eso me recordó mi última cena que fue un pepián y un chile relleno, y de postre dos rellenitos con azúcar y crema. Al llegar al Francisco Morazán, estaban los niños jugando entre los árboles, mientras los adultos se entretenían con un grupo que hacía música con botes de leche y otros. Más adelante en una casa en donde miraban «Campiña», me arrojaron corozo y encendieron incienso para aliviar mi pena. Casi llegando al Hipódromo del Norte, donde me subía al resbaladero gigante y donde se instalaba la feria de Jocotenango en agosto, llegó el momento de mi muerte, cinco tiros por la espalda y antes de mi tiro de gracia todavía te dije, vida te sigo amando, oxígeno de mi fuego, mi Guatemala.