Ayer leía con detenimiento el artículo de mi buen amigo Félix Loarca en relación con el caso del doctor Eduardo Meyer y, efectivamente, mientras no se pruebe lo contrario es obligado dar al diputado el beneficio de la presunción de inocencia que establece nuestro ordenamiento legal. Sin embargo, lo que no puede decirse es que en este caso haya un linchamiento político porque fue precisamente el mismo Meyer quien labró la estaca en que lo están sentando.
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Debemos distinguir dos señalamientos contra Meyer: el primero es sobre jineteo del dinero situado en la casa de bolsa en el que, efectivamente, debe existir presunción de inocencia porque no se ha probado al día de hoy que el Presidente del Congreso haya recibido personalmente dinero en concepto de comisión para compensar el bajo rendimiento que la entidad ofreció por la inversión de más de diez millones de dólares. El otro es en relación con su capacidad política y administrativa y al respecto, para su desgracia, lo que cabe es la presunción de absoluta incapacidad, misma que mostró en muchos actos pero que corroboró cuando se negó a dar nombres de sus asesores y sueldos diciendo que podrían ser objeto de secuestro si se sabía cuánto ganaban y luego al decir que ni cuenta se dio de que durante seis meses 82 millones de quetzales desaparecieron de su vista y no se enteró de nada, pese a que cuando tomó posesión dispuso centralizar en la Presidencia el control financiero del Congreso.
Dados los procedimientos de triangulación existentes, es probable que sea muy difícil acumular pruebas de que el doctor Meyer se benefició personalmente con el jineteo del dinero y con base en la presunción de inocencia debamos reputarlo como muy inocente (para no usar otro término) en el manejo del dinero del Congreso de la República. Pero eso no desvirtúa la prueba de que es incapaz para el ejercicio de la responsabilidad que entraña presidir ese Organismo de Estado porque, en el mejor de los casos, ni cuenta se dio, ni se percató hasta que otro diputado se lo dijo, que habían desaparecido de las cuentas bancarias sujetas a su control y firma nada más y nada menos que 82 millones de quetzales.
Cierto es que a Meyer le fueron serruchando la silla desde adentro, sus propios compañeros de bancada, pero no olvidemos que lo que le pedían era cuentas claras e información sobre el manejo de los fondos del legislativo y su negativa a proporcionar la información fue lo que terminó por derrumbarlo. La cuestión del jineteo de dinero se supo después, cuando ya estaba boqueando ante los agudos señalamientos por la contratación generosa de asesores y vino a ser la tapa al pomo en un desgaste que ya resultaba demasiado serio e incontenible.
Cabalmente por las cualidades que Félix Loarca siempre ha visto en el desempeño público del doctor Meyer era crucial que a estas alturas de la vida fuera más puntilloso, exigente y meticuloso para impedir que su nombre terminara a la altura de tantos otros políticos que no se preocupan por cuidar su prestigio.
Pero pasadas glorias no son suficiente razón para que se pase por alto un desmadre administrativo y financiero como el que fomentó y permitió el mismo presidente del Congreso, sobre todo cuando apuntaló a toda costa a su Secretario Privado pese a que se le dijo claramente que era un pájaro de cuenta. El caso es que en sus mismas barbas se produjo el jineteo y una presunción totalmente válida será suponer que en este caso estamos frente a una radical disyuntiva: o se comportó con picardía o fue un absoluto y torpe incapaz.