Si algo decepciona de la actitud de muchos en nuestro país es el absoluto irrespeto a las elementales normas de convivencia y esa manera que tenemos de actuar con prepotencia para pasar sobre el derecho de los demás. Si hay un embotellamiento de tráfico, inmediatamente se forma un carril que empieza a circular contra la vía y nos damos cuenta que los abusivos logran su cometido porque pasan mucho más rápido que los que respetuosamente se mantienen en su carril.
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El pasado fin de semana hubo un concierto de un joven artista que atrajo a miles de personas, especialmente adolescentes, y según me cuentan algunos de los que asistieron, fue decepcionante ver el comportamiento abusivo de muchos de esos jóvenes que se colocaron donde les dio la gana, ignorando por completo la numeración de asientos que había en algunas localidades. Y si alguien les reclamaba, la respuesta iba de lo despectivo a lo agresivo, porque realmente es la actitud que muchos adultos les enseñamos a los más jóvenes. Vivimos en una sociedad donde la regla elemental es que el mundo es de los vivos y los menos vivos quedan como pendejos, especialmente si son de los que observan procedimientos y normas porque esos siempre están en desventaja frente a cualquier abusivo que se impone con arrogancia.
Pero no se trata en realidad de actitudes excepcionales que se producen de vez en cuando, cada vez que hay un evento como ese concierto o cuando ocurre un embotellamiento como los que ha provocado ese derrumbe en la Carretera a El Salvador. Se trata de una actitud que se generaliza en forma alarmante; hace pocos días una joven profesional, madre de familia, se disponía a estacionar su auto en el parqueo de Pricesmart cuando los cuatro ocupantes de un pick up se le dejaron ir para impedirle la maniobra. Cuando les tocó bocina, uno de los tripulantes se bajó, pistola en mano, para advertirle a la mujer que se hiciera a un lado y dejara de chingar. El policía que vigilaba el estacionamiento se hizo toda clase de papo y rápidamente se esfumó para no tener que enfrentar a los energúmenos. Cierto es que están allí para proteger a los clientes, pero uno se da cuenta que poco puede hacer un mal entrenado policía particular cuando se producen esas situaciones extremas.
La proliferación de guardaespaldas y carros coleros es signo de estatus en la sociedad guatemalteca pero guardaespaldas que no se impone a la fuerza es como que no existiera y no contribuye a hacer importante al protegido. La seguridad que realmente busca proteger a una persona generalmente es discreta para ser más efectiva, pero en la mayoría de casos no se trata de que protejan a nadie, sino de hacer notar la presencia de una persona “importante” y para ello es indispensable que el carro colero vaya haciendo a un lado a todos los que van tranquilamente en el tráfico y cuando llegan a un sitio tiene que haber un desparpajo de todos los diablos para que no quede duda de que quien se baja del carro tiene su estatus.
Y por supuesto que cuando hay un concierto o cuando hay que ir a hacer compras al supermercado, es necesario hacer ver quien es uno, cuán importante es y por ello vemos que los patojos ya aprendieron a comportarse como sus tatas y que mujer que entra a un supermercado sin un guarura que le lleve la carreta y otro que la siga a corta distancia para protegerla ha de ser una pobre pelada que ni huele ni hiede.
Y a falta de ley o de autoridad, el que no tiene guardaespaldas para ostentar, no tiene más que agachar la cabeza.