Aquellos días de Navidad


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El ritual era maravilloso: contar los días de octubre, noviembre y diciembre con la emoción de quien desempaca un regalo por primera vez en la vida pero cada día. Caminábamos por la calle con la libertad de los zanates: felices y seguros de que las hojas secas y correlonas jugarían, tal como nosotros, tenta con el viento. En octubre y noviembre la vuelta ciclística, la serie mundial de béisbol y los barriletes se encargaban de que la espera no fuera tan eterna. Para algunos el mundo empezaba y terminaba en la radio o en la tele…pero para muchos desde ahí se dibujaba.

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POR SERGIO DE LEÓN

La lluvia de confetti sobre ruedas nos invitaba a sacar el triciclo, la californiana o la que fuera para dar vueltas por la colonia. Eran tiempos del Deportito y sus bolsas de productos, su conejo comentarista y las noticias de una epopeya que recorría un país irreal, lejano, lleno de montañas, lagos ríos, puentes con nombres misteriosos como “Quita calzón I” o “Quita calzón II”. Lo único cierto de la vuelta era ese instante en que nos pasaba enfrente, en el que las  unidades móviles le demostraban a los menos incautos que en efecto los hombres pequeñitos de la radio no existían y que dentro de las bocinas no vivían enanitos que  narraban la vuelta…

Caminar con el bate en la mano con discusiones existenciales como ser yanqui o dodger, pirata o cardenal era un asunto verdaderamente importante y crucial. El “estraik tri” era algo que realmente nos preocupaba mientras que el jonrón de chiripazo nos hacía correr a conquistar el mundo a ritmo de Bebu Silvetti. “¿Estará bueno o no?” nos preguntaba Abdón, pero para nosotros era obvio, siempre estaba bueno, porque en nuestro mundo, en nuestro pequeño mundo no había mayor opción que correr a una base que aunque fuera bananera, era la única y nos hacía resbalar de maravilla en el campo de la colonia.  Salíamos canches, con los pantalones rotos y  todos mugrosos, pero al final canches como la serie lo pedía y la escala de valores lo indicaba.

He de confesar que a mí me atropelló un carro por culpa de un barrilete. Los barriletes de noviembre eran así: traviesos y temerarios, corrían, volaban desafiando campos, calles y alumbrado eléctrico. Y cuando caían al suelo heridos de muerte, sus fantasmas nos invitaban a tomar sus huesos de bambú, varillas misteriosas que nos hechizaban e invitaban a espadear. Un día nuestro barrilete cayó del otro lado de la calle de mi casa. Decidido rescaté a una espada que colgaba del cadáver, pero mi hermana sorprendida por mi  hallazgo empezó a llorar que quería una espada como la mía. No tuve otro remedio que saltar el portón bajo llave y correr tras el tesoro. El carro más viejo que el promedio me  pasó literalmente encima pero imagino que las oraciones de mi hermana y de la vecina que casi se traga mi zapato de un grito milagrosamente despertaron a mi ángel protector. Salí casi ileso con las rodillas tatuadas de raspones y la medalla de ser sobreviviente. Pobrecitos mis papás esa noche quizá tuvieron que evaluar sus estrategias y métodos porque ninguno de los dos se atrevió a regañarme, suficiente castigo fue que no pudiera salir a la calle por un par de semanas.

Ciertamente había menos luces en los barrios, pero las luces de la patojada eran suficientes para encender con gritos  cualquier calle en plena noche. Un dos tres chiviricuarta por mí y las risas, las protestas y empujones nos servían para empujar más a las hojas del calendario, que apresuradas, años más tarde por Otto Soberanis, sufrían como siempre el estrés de saber que faltaban sólo  unos pocos días para que llegara el día más lindo del año.

Esas mismas hojas verían su propia tragedia un año más tarde el siete de diciembre. En las vísperas del siete nos reuníamos ya en marabunta para planear la estrategia de los fogarones. Era sorprendente ver la montaña de chunches que los chirices podíamos sacar de las casas, calles o barrancos: periódico, calendarios, cuadernos, cartones, colchones, palos, paletas, chancletas y cuanto accesorio útil para poner en juicio a los patojos…la verdad es que no era basura la que amontonábamos, se trataba de todo un botín rico en moretes, raspones, cortadas, espinadas, picaduras…nosotros no armábamos una fogata nosotros cruzábamos un océano de regaños y advertencias para conquistar e incluso saquear mundos inhóspitos y despreciados por los adultos. Aquí no se quemaba nada, nosotros subíamos al mismo cielo nuestros sudores, nuestras risas, nuestras aventuras, y grabábamos en nuestros corazones los recuerdos de barranqueadas que simbolizaban hazañas o botines de una incursión casi heroica. Nosotros no quemábamos basura quemábamos al mismísimo Chamuco y más de alguna vez también las pestañas del  atarailado del Luis Mariano que no aprendía nunca la lección de que no había que tirarle alcohol al fogarón. Y en esas aventuras nunca faltaba la complicidad de los abuelos, de mi papá, de los cohetes y canchinflines.

Pasado el siete, me gustaba girar la perilla de la tele buscando el canal donde iban a dar el niño del tambor. Luego del truena y truena de la perilla , cuando lograba  que funcionara la sercha antena, me dejaba capturar por los especiales de Navidad hasta  llorar cada vez que algún desgraciado villano martirizaba al tamborilero con esos crueles ojos de madera y sus vestidos brillantes de colores  hermosos que solo el blanco y negro de la pantalla podía reproducir con exactitud. Me encantaban esas hermosas historias que terminaban con el nacimiento del niño Jesús arrullado por su madre y los ángeles. Frosty francamente me parecía un poco menos interesante. A mí me gustaban las historias de Navidad. No si sería porque mis papás se conocieron en una pastorela organizada por la parroquia o porque a mí siempre me fascinó la idea de que un niño tan pequeño pudiera no morir de frío en  un pesebre, en medio de un buey y una mula. Lo cierto es que era de lo que más me gustaba, al final se trataba de la Navidad, del cumpleaños de Jesús.

Las pastorelas son lindas, pero más lindas las posadas. En ellas me metía a cantar tocando chinchines, tortugas o lo que al final me tocara. Mi ilusión era cantar y ver a los jóvenes tocar la guitarra mientras las patojas les trababan los ojos en señal de coqueteo.  Al llegar a la casa donde finalmente María y José recibirían posada me conmovía la explicación de una familia humilde rogando ante un hombre insensible que no les abriría la puerta sino hasta el momento de darse cuenta que se trataba del hijo  de Dios, menudo  signo de que para entrar en la posada había que tener cuello.  Lo bueno es que entrado el cuelludo  se abrían paso todos incluyendo los colados…

Cuando la tía llegaba de Nueva York la vida cobraba otro sentido. Llegar al aeropuerto en medio del gentío, subir las gradas desafiantes que nos invitaban a correr libres por el segundo nivel ansiosos por ver aparecer al orgullo de la familia en medio de las barandas de madera. Llevar tarjetas, flores, cariño por montones no costaba nada. El aeropuerto era un lugar de encuentro, de fiesta…e incluso de espectáculo donde el primer acto era mirar aviones, el nudo esperar a la tía con cara de tedio y el desenlace el apapacho con cara desvergonzada de te quiero mucho pero qué me trajiste.

Abajo en medio de decenas de viajeros aparecería la tía Lola, disfrazada de personaje de la tele, al mejor estilo de Love story, con la gorra de lana, la bufanda, las botas de esa gente de las series que nos recordaban la existencia de la nieve, en el hielo. A mí me gustaba ver a mi tía Lolita envuelta en mil trapos, con sus maletas más grandes que yo y que la mayoría de los primos.  Los cariños de los sobrinos, las lágrimas de las hermanas que se reconocen menos lozanas…pero más cariñosas es algo que hoy guardo con más claridad que el color de las maletas rellenas de  camisetas de  los yankis, longplays del Fiebre  de Sábado por la noche, Barry Manilow, muñecos de los hermanos Gibb y de la Guerra de las Galaxias entre otras novedades que había comprado en sale el año pasado… 

Personalmente he de decir que siempre fui el calígrafo de la familia y mi título lo  gané  a puro pulso, escribiendo tarjetas de Navidad y cartas a Santa Clós. Empecé con las mías y aunque era lento y me temblaba la mano, pronto mi fama se extendió por todo el polo norte y escribí cartas para Santa Clós por encargo de mi hermanita, mi hermano, mis primos, e incluso mi perro, el Tobi. Realmente no fue Tobi el que me la encargó, pero me parecía injusto que le pudiera escribir a analfabetos como mi hermanita y no a un pobre perrito que no sabía explicarse. Nos costó que firmara su carta, pero en aquellos tiempos no había nada que la tinta china  y dos niños no pudieran lograr. Fue lindo porque esa Navidad Santa confundió todos los regalos, me trajo los patines blancos y a mi hermana negros, la californiana verde a mi hermana y a mí amarilla con flequitos, pero el Tobi recibió lo que esperaba su lata de alimentos para perro, semejante lujo nunca pudo imaginar!

Eran tiempos de tarjetas de felicitación en los que mi mamá compraba las tarjetas  y juntos las rellenábamos para luego irlas a dejar en familia, de casa en casa. Increíble pero era tan rápido transitar de la zona 7 a la 15 o a la 19. Las visitas eran tiempos para aprovechar a platicar sin tanta prisa mientras los niños jugábamos, fregábamos o inspeccionábamos los nacimientos o los arbolitos con la esperanza de que al final de la plática nos cayera un regalito.

De los nacimientos lo más bonito con el  respeto del niño Dios eran las chichitas amarillas, los gallitos, el musgo, la manzanilla, el aserrín  y donde los hubiere: los ríos, los puentes, los trencitos, aunque no hubieran muchos. El niño Dios para mí en ese entonces más que bonito era bueno, porque a mi criterio los bebés no eran del todo así, tan cejudos y pestañudos…pero como diría mi mamá mejor ser bueno que bonito.

No eran tiempos de árboles plásticos, ni de tantos pinabetes o pinos…en aquellos tiempos lo que mucho se miraba eran los chiriviscos pintados de plateado a puro esprayazo limpio. Estas radiografías navideñas las adornaban con bricho de hermosos colores, bombitas, adornos y series de lucecitas. Mi papá que tuvo suerte siempre en estas fechas se las ingeniaba para comprar pinabete…no sé cuánto aportamos a la deforestación de Guatemala, pero la verdad es que de ese pecado lo  que me queda es un delicioso olor y una gran culpa.

De las culpas compartidas la peor fue mi admiración por el comisariato, era el único lugar donde muchas veces se podía encontrar uvas y manzanas a un precio accesible…y ahí estaban los adultos comentando que si van a llegar uvas o manzanas, que si alguien podría  entrarlos, que el carnet de quién usar….  así después de largas  colas  y vueltas  las uvas llegaban acompañadas de las exóticas manzanas para acompañar a don tamal, ese respetable señor que solo mi abuelos y ahora mis padres  han sabido cocinar con el sabor que me encanta.

Una de esas Navidades en que los muchachos de la colonia  se reunían bajo los postes a secretear, fumar y quemar cohetes…se me ocurrió aprender ese difícil arte de quemar cohetes. Para tales fines la Janina, mi prima, me entregó un  cigarro y un cohete,  y poco a poco me inicié en esos oficios navideños.  Todo iba muy bien hasta que mi prima me  sugirió que le tirara un cuete a unos chicos que iban a pasar frente a nosotros. Ante esa orden pudo más pudo la psicomotricidad fina que la gruesa, al punto que cuando quise tirárselos lancé el cigarro y no el cohete.  El resto de la historia habrá sido parte de mi vocación pacifista: pasé  la Nochebuena con la mano embadurnada de pasta dental y me costó un triunfo usar la nave galáctica que me regalaron mis abuelos.

Años más tarde el mito de Santa se me calló,  y me vine a  enterar de  que  la  mayoría de jóvenes que secreteaban alrededor del poste desaparecieron o murieron en la guerra, que muchos de los ríos mientras yo jugaba se tiñeron de sangre y a otros puentes emblemáticos los volaron en pedazos, descubrí el horror de quienes no se privilegiaron del comisariato y el hambre de quien no conoce una uva. Vi con terror y tristeza que Herodes tuvo aquí a muchos discípulos y que miles de cristianos fueron asesinados por otros miles y que otros tantos ante eso callaron …y que la sagrada familia migrante sigue buscando a Egipto…mientras Santa Claus y no Santa Clós sigue usurpando un pesebre…vi como la gente se rasgó las vestiduras por la quema del diablo pero nadie suelta un suspiro ante los miles de cañaverales que arden en llamas cada año…

Ayer en una exposición sobre nacimientos escuché a una chica belga lamentarse por la temperatura de nuestro país en tiempos de Navidad…además le molestaba que éramos personas ruidosas, que el tamal era una comida horrorosa…  para Anne era imposible imaginarse una Navidad sin nieve, sin frío, sin silencio… imagínese usted que pueda haber semejante falta de imaginación…

Luego de escucharla salí del centro comercial y en medio de tanto tráfico y tanta publicidad me sentí triste… era Adviento y no pude resistir la tentación de escribirle una carta a Santa, (no un email) rogándole que ya no desaparezcan los chicos de la cuadra, que las columnas de la catedral ni de ningún lado sigan acumulando nombres de mártires ni de muertos, que el hambre no sea el pretexto para las campañas políticas, que se recuerde que en  países como el  mío  nació Jesús… que  merecemos de una vez por todas que sea Navidad y que  en vez de los inocentes sea Herodes quien muera… y que por favor las chicas como Anne se queden en su casa.