Apuntes históricos sobre la Feria de Jocotenango en la Nueva Guatemala


Parque

LJuan Garvaldo

No se conoce con certeza la fecha en que se inició esta tradición, pero existen referencias de que la Feria de la Asunción o de Jocotenango, en el antiguo pueblo que lleva el mismo nombre, situado a inmediaciones de la ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, en el Valle de Panchoy (hoy La Antigua Guatemala), se estableció en el año 1620, de acuerdo con datos consignados por los historiadores J.J. Pardo, Pedro Zamora y Luis Luján Muñoz.


Campo de la Feria de Jocotenango en 1906.

El cronista Fuentes Y Guzmán cuando escribió en 1690 la primera parte de su obra, refiere que la feria se celebraba del 14 al 31 de agosto.

En julio de 1773, la ciudad de Santiago de Guatemala fue azotada y destruida por los terremotos de Santa Marta, lo que obligó al traslado de la capital al Valle llamado de La Ermita, de La Virgen o de Las Vacas, donde la nueva ciudad se fundó en 1776, con el nombre de Nueva Guatemala de la Asunción.

Al trasladarse la capital, también se trasladan los pueblos aledaños más importantes, siendo estos Ciudad Vieja y Jocotenango.

El 10 de agosto de 1882, por acuerdo gubernativo, se dispuso celebrar la feria en el sitio del antiguo pueblo de Jocotenango, convertido ya en barrio de la ciudad (hoy Hipódromo del Norte, de la zona 2).

Así­ nace la feria de Jocotenango, antiguo nombre del cantón o barrio, celebrándose en el aspecto religioso en el templo de La Asunción (7ª Avenida y 5ª. calle de la actual zona 2), cuya construcción inició en 1937 y concluyó en 1943, habiéndose mantenido en pie a pesar de los daños que sufrió con el terremoto de 1976.

El 15 de agosto dí­a de la Patrona de la ciudad, fue declarado fiesta oficial, con la conmemoración de la fecha en que la Iglesia Católica celebra la Asunción de La Virgen.

Se atribuye el origen de estas festividades a la devoción surgida hacia alguna imagen que, por atribuí­rseles determinados milagros, atraí­a a fieles que iban a implorar su auxilio, mientras los comerciantes llevaban sus artí­culos para que la concurrencia aglomerada los consumiera, y la clase alta de la ciudad vecina a Jocotenango, acudí­a a la fiesta luciendo su garbo en briosos corceles. Así­ se explicarí­a la feria en sus tres aspectos: religioso, comercial e hí­pico.

Trasladada la ciudad a este valle y el pueblo de Jocotenango al sitio donde está el Hipódromo del Norte, (zona 2), la feria se vino con sus usos, costumbres y servidumbres.

La feria atraí­a, por su cuenta, una inmensa inmigración de indí­genas de todas partes, pero muy en especial, del occidente de la República. Sus ventas eran de nueces, manzanas y camuesas de Totonicapán, guacales teñidos, lozas de San Cristóbal, jergas de Momostenango, mangas de Chiantla, panecitos de San Diego y pitos de barro de Patzún.

De San Martí­n Jilotepeque vení­an los rosarios de rapaduritas, y de otros lugares infinidad de cosas.

Ese pequeño pero no insignificante comercio constituí­a, como si dijéramos, él de familia entre visitantes y visitados. A cambio de jergas grises, los altenses llevaban terneros y mulas de carga.

Pero, a la vera del pequeño comercio pecuario indí­gena, se desarrolló el grande.

Los criadores de ganado del oriente del paí­s traí­an sus partidas de vacas, algunos de novillos y pocas de ganado caballar, partidas que se situaban en el «Llano de la feria» (después del Cuadro), en donde se celebraban las transacciones y pernoctaban en los potreros de los alrededores, entonces abundantes y con mucho pasto.

Las personas empezaban su peregrinación desde El Calvario con el exclusivo objeto de atravesar en toda su longitud la Calle Real (hoy Sexta Avenida) y despreciando el Llano de la Feria se dirigí­an al «Llano de Las Parejas», situado al norte de la plaza del pueblo, es decir desde el parque «Estrada Cabrera» (después Parque Morazán, y hoy, Parque de Jocotenango), hasta el bellí­simo Parque Minerva.

En la plazuela de San Sebastián y en la cuadra llamada de los «Naranjalitos» (antigua casa Yurrita, hoy sede del Tribunal Supremo Electoral), habí­a asientos de calicanto ocupados en aquellas tardes por jóvenes que esperaban conquistar a alguna patoja.

Las diversiones que existí­an en ese entonces en el campo de la feria eran variadas.

Para el populacho, encabezado por los arreadores de ganado, abundaban chinamas, con ventas de aguardientes, de todos los colores y alegradas con música de acordeón, guitarras y guitarrillas.

Pero para la gente del rumbo, la de a caballo, qué más diversión que lucirse, tijeretear a las otras partidas y burlarse con saña de los poblanos, que desde los vecinos departamentos de Amatitlán y Sacatepéquez llegaban en traje dominguero, montados en excelentes cabalgaduras.

En la plaza de sur a norte, habí­a extensos y amplios tinglados. En el primero, situado en la parte occidental, estaban las ventas de dulces, frutas, refrescos y las cocinas; en el segundo, desde la Ceiba hací­a el norte, los restaurantes y cantinas de primer orden, profusamente adornados en su interior, con colgaduras de colores vivos y cuadros y espejos venecianos; en el tercero, las cantinas de segundo orden, adornadas con gallardetes, cortinas rojas y azules, y el cuarto, los juegos de azar.

El cuadro era muy pintoresco principalmente de noche. Millares de farolitos y focos eléctricos lo iluminaban todo, con sus luces blancas, rojas y multicolores, y entre tantas luces, en medio de las alegres notas de orquestas, marimbas, organillos y guitarras, cruzaban por las calles multitud de personas de todas clases sociales, que invadí­an los puestos, en los cuales habí­an rifas de objetos, el carrusel, las ruletas y los lugares destinados a los fonógrafos.

La Plaza de Armas era el punto donde el público tomaba pasajes en automóviles, carruajes y carros del ferrocarril urbano (tranví­a).

Los conductores de carricoches, como de costumbre, ya en esa lejana época, al igual que ahora (año 2008), abusando del público.

El desfile comenzaba por la gran avenida de Minerva y 6ª avenida norte, por donde las damas más elegantes de la época hací­an sus gracias, conducí­an en carretelas y carruajes. Los jóvenes adinerados se conducí­an en hermosos caballos, mientras que los menos afortunados lo hací­an en caballos flacos.

Jocotenango empezaba de la 1ª calle hací­a el norte; al poniente colindaba con los terrenos de la Iglesia de la Recolección; al oriente con la 7ª avenida, donde sólo habí­a trozos de calle. En la Plaza de Jocotenango, como antaño se le llamaba, y la cual era de ladrillo y mezcla, habí­a entonces dos ceibas.

Las actividades que se desarrollaron, a la par de la fiesta, fueron la Plaza de Toros, las carreras de caballos en el Hipódromo, el mercado de bestias de carga. Todo esto hací­a que el mes de agosto fuera esperado con ansias por los capitalinos, para comprar alguna cosa y divertirse.

Hoy por hoy, la Feria de Jocotenango aún vive y se mantiene, aunque con muchas variantes. El bullicio, la muchedumbre de paseantes es enorme, aunque muchos lo hacen sólo para ir a ver, ya que por la gran tradición y lo hermoso de la fiesta, no se la pierden, desafiando la lluvia que es casi una costumbre más del dí­a quince. Los invito, amables lectores, a ir a divertirse sanamente, recorrer todos los espacios y pisar los mismos suelos que pisaron nuestros coquetos abuelos.

El 15 de agosto dí­a de la Patrona de la ciudad, fue declarado fiesta oficial, con la conmemoración de la fecha en que la Iglesia Católica celebra la Asunción de La Virgen.