Desde hace algunas fechas he estado escribiendo sobre la importancia en la vida de «aprender a aprender». Con esta actitud, he dicho, casi lo tenemos resuelto todo: seremos más críticos, suspicaces, creativos,   originales y nos mantendremos al día en el conocimiento. Pero, si es cierto que «aprender a aprender» es fundamental, no lo es menos el «aprender a desaprender». Digamos algo al respecto.
Desaprender es valioso, entre otras cosas, porque nos ayuda a despojarnos de prejuicios, ideas erradas, falsas concepciones y hasta malos hábitos que se nos han colado en nuestro diario vivir. Constituye la oportunidad para renovarnos y readecuarnos a los nuevos conocimientos.Â
En la vida se debe aprender que el conocimiento tiene caducidad y que el camino hacia la verdad es un peregrinaje que abarca todos los años de nuestra existencia. Por eso, quien se renueva constantemente sabe renunciar a fanatismos: es consciente que la perspectiva varía con el tiempo y permite un más profundo conocimiento de la realidad.Â
Quien no es capaz de desandar el camino realizado corre el riesgo de perderse, y extraviarse es garantía de infelicidad. Al imbécil no sólo se le reconoce por su poca habilidad para ser feliz, sino por su tozudez en el conocimiento. En realidad cree que el saber es fijo y que «las verdades» son eternas. No se renueva por pereza y porque está seguro que la Universidad ya se lo enseñó todo. «Nihil novum sub sole», (no hay nada nuevo bajo el sol), dice orondo y sonriente el tonto.
Así, se convierte en un atentado frente a sus propios hijos porque reproduce exactamente las mismas actitudes defectuosas de sus padres en el momento de educar. Ni sospecha que la realidad puede ser distinta y que las circunstancias se presentan nuevas, no, insiste en esas formas «seguras» de educar y conducirse por la vida. El tonto, el que no aprendió a «desaprender», simplemente reproduce. Es poco original y repite los horrores del pasado. Es predecible porque, en conociendo a sus padres o maestros, es fácilmente deducirlo a él.
Este «desaprender» exige un mínimo de rebeldía, una renuncia «estratégica» o, como diría Descartes una «duda metódica». Hay que aprender a poner el mundo de revés, a insistir en otros ángulos y a ensayar propuestas. Se necesita espíritus que renuncien a lo dado para replantearlo y asumir los hechos de manera distinta.
¿Cómo hay que hacerlo? Hay que abjurar, en primer lugar, a la lógica que se nos ha enseñado. Comprender que el mundo es como es, pero podría ser diferente. Se debe desconfiar, en segundo lugar, de todo lo dado. Los hombres somos falibles y a menudo erramos. Por último, hay que cultivar el espíritu iconoclástico. Debemos ir por la vida, puesto que no hay nada sagrado, rompiendo ídolos y aprendiendo a ser irreverentes. Todo, por supuesto, con medida: la prudencia es buena compañera.