Una de las cosas que más me llama la atención de los militares, entre tantas otras, es esa capacidad que tienen para parecer impávidos. Son la aparente serenidad hecha carne. Una especie de filósofos imperturbables a los que poco o nada les llama la atención. Como si en la escuela castrense les hubieran enseñado a no expresar sentimientos y a mantenerse en la ortodoxia del carácter.
Fíjese, por ejemplo, en nuestro presidente, Otto Pérez Molina. Nada en él dibuja a un sujeto que siente, verlo y contemplar una piedra es casi la misma cosa. Ni cuando tiene motivos para la ira, se descompone. Mírelo en la entrevista reciente que le hizo Fernando del Rincón de CNN, permaneció inmutable casi en un 95 por ciento. Cualquier otro habría reaccionado con más pasión, él apenas alzó la voz y mostró su inconformidad.
Si no lo convencí, observe al General Efraín Ríos Montt. Su abogado, el patán, según le apodan recientemente, reacciona como bestia enfurecida en el tribunal, un monstruo vomitivo con bigotes impresentables, caricaturesco, infernal, rostro lleno de maldad y odio. En cambio, el General de la muerte aparece como monje de cartuja: sereno, en actitud casi de oración. Desentendido totalmente de lo que sucede a su alrededor, abstraído, pensando en lo que quizá hará por la noche.
¿Cómo llegan a ese estado propio de santos con una mística tan ordinaria como la de los cuarteles? Ese es un secreto que me gustaría averiguar. Son capaces de descuartizar al enemigo, comerse el corazón de un niño y hasta degollar a una preñada y, sin embargo, ir al baño con la Biblia para averiguar el mensaje que Dios secretamente les tiene revelado.
Son campeones. Cuentan algunos que al regresar de los campos de batalla, los generales, coroneles o capitanes, volvían tranquilos a abrazar a sus niños, a hacerles el amor a sus esposas y a comer reposadamente en sus mesas. Imperturbables, impertérritos, sosegados. Con una conciencia digna de Ripley, como quien no debe nada.
Me admira porque si bien dicen algunos, “chafas y curas son la misma vaina”, en los conventos no enseñan la imperturbabilidad del espíritu. Más bien se aprende a llorar con el que llora y a reír con el que ríe. Y, bueno, ya se sabe, el militar quiere infundir miedo, el pastor, atraer almas. Pero, además, es difícil imaginar a Jesús diciéndoles a sus discípulos, con la cara de Otto Pérez o Efraín Ríos, “dejen que los niños vengan a mí”. Los habría espantado de entrada.
Y no puedo imaginar a Otto Pérez Molina como un hombre tierno que abraza a sus hijos. Un esposo adorable llevando flores a su amada. Un amigo con quien gastar horas en amena conversación. Simplemente pensarlo es casi como violentar las neuronas.
Esa es la razón por la que experimento piedad por esos pobres hombres. No son humanos. Son santos paganos formados en cuarteles ejerciendo la virtud del inmovilismo. Hombres castrados de sentimientos, imposibilitados para la empatía. Huérfanos, sin más padres que los putativos, sus tutores en la escuela politécnica. Antropoides ridículos, miserables, sombríos: observe a Ríos Montt, él es la mejor prueba.