Animal del Monte


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Con los años, ya bastantes por cierto, uno adquiere la manía de acostarse temprano y dejar la cama de madrugada, cuando la claridad va apareciendo con timidez. Tengo el privilegio de irme casi todos los fines de semana fuera de la Capital: a San Juan del Obispo, a Chiquimulilla o a Pueblo Nuevo Viñas, con la idea de ponerle oscuridad a lo que se ve, a los que se lee o lo que se escucha, casi como los tres monos sabios, ante la irreconciliable condición humana.

René Arturo Villegas Lara


En una madrugada reciente, viendo una cercana montaña formada de árboles jóvenes y de malezas de ocasión, estuve observando a todos los animales de monte que andaban saltando de rama en rama, con la libertad que les es propia: ardillas correteando entre los árboles, emitiendo un quejido de talconete extranjero, que dicen llegaron hace años en un barco coreano y ahora circulan libremente en casas urbanas y rurales, comiéndose a los zancudos responsables del paludismo y del dengue. Una pareja de cenzontles formaron hogar e hicieron su nido en una canasta de Cola de Quetzal, procrearon tres polluelos que se mantienen con los picos hacia arriba, a la espera que el cenzontle macho o la cenzontle hembra lleguen con un insecto en el pico, para alimentarlos mientras aprenden a volar y valerse por ellos mismos. Qué responsabilidad paternal la de estos pájaros cantores, para responder de la existencia de los nuevos cenzontles, que más tarde volarán por el bosque que rodea este pueblo y que la cercanía sí deja ver los árboles. Cómo sería en parte la vida, si los humanos fueran como los cenzontles: los jueces de familia tendrían poco qué hacer. Y viendo esa constelación de vida de tanto animal del monte: ardillas, cenzontles, coronados, clarineros, chejes, taquillas y palomas alas blancas, me viene el recuerdo de mi querido amigo, poeta Luís Alfredo Arango, y no pierdo la oportunidad para releer su precioso libro de poesía: «Animal del Monte.» Sobre todo cuando dice: «…este libro que usted puede llevar cómodamente en su matate…no le causará ningún problema o maleficio sino todo lo contario…lo librará del humo negro y del maldito olor a disel…» En 1953, cuando ingresé como interno a la Escuela Normal, Luís Alfredo cursaba el cuarto año de magisterio. A todos los imberbes de escasos doce años de edad, nos asignaron el cuarto dormitorio, y el «antiguo mayor» de los nuevos normalistas fue Luís Alfredo: tierno, bondadoso, consejero paternal sobre lo que nos esperaba en la vida del internado. Su calidad de maestro puro se demostraba al separarse del primer dormitorio, en donde habitaban los mayores de su promoción. Así lo conocí como poeta y excelente acuarelista, compañero inseparable de Neto «Boeshe», que se dedicó al óleo y es un gran maestro de nuevos pintores, ambos discípulos del prestigioso maestro de dibujo, don Prudencio Dávila. Cuánta sabiduría en la cabeza de Luís Alfredo, cuando dice en sus poemas: «En la vida y en la muerte, de los elogios, líbrame señor…» «…cuando el poeta no hace nada. Entonces es cuando está trabajando…», «Solo el caminante sabe cuánto vale un palmo de sombra en el camino», «Lo que de veras pasa, pasa inadvertido…», «Sol vestido con destellos de sonido, recién nacido siempre y siempre en llamas…», y, «Las marimbas son como las mujeres: Hay que aprender a tocarlas con cariño, y después de la tocada hay que taparlas con una manta suave, con un trapo bonito, bordado de pájaros chiltotes…» ¡Ha! Cuánta belleza en este libro del Poeta de Totonicapán y cuánta satisfacción existencial por haber sido su amigo. En el recuerdo, sigue siendo mi amigo y mi antiguo en la Normal, y todo porque era un verdadero Animal del Monte.