André Comte-Sponville: El amor, la soledad


Por Eduardo Blandón

La filosofí­a tiene fama de ser una disciplina compleja, complicada y llena de contradicciones. Con ella no se llega a ninguna parte y da la impresión de ser un ejercicio vano y para vagabundos. Quizá por eso tiene pocos adeptos y se le rehúye cual plaga egipcia.


Merecida o inmerecida la reputación de la filosofí­a, tampoco es que la literatura la rescate del fango. A menudo los libros son farragosos, mal traducidos, sin pasión, planos, literales y, por tanto, sin ninguna posibilidad de seducir al gran público. Raramente usted escuchará que un libro de filosofí­a ocupe un lugar especial en el «top ten» de ventas o que las librerí­as llenen sus estantes (en virtud de la demanda excesiva) con este tipo de literatura. La filosofí­a nació sin fortuna.

A no ser por ensayistas como José Ortega y Gasset, Jostein Gaarder o Fernando Savater, que han popularizado el estudio de la filosofí­a y la han hecho digerible al vulgo, la filosofí­a hace tiempo estarí­a sepultada y sin posibilidad alguna de resurrección. Estos ensayistas que son más bien, al menos para algunos, filósofos light, han hecho una gran labor editorial con textos al alcance de la mayorí­a de lectores. En la misma lí­nea se sitúa André Comte-Sponville al ser un filósofo de pluma ligera y prosa elegante. Su pensamiento no está dirigido a consideraciones abstractas ni especulaciones inútiles. Se centra, básicamente, en hacer del ejercicio reflexivo un instrumento para conseguir la felicidad. O sea, para él tiene sentido la disciplina que busca la verdad si con ésta se puede ser feliz. Por eso, sus grandes maestros, esos a los que frecuentemente cita, son: Pascal, Montaigne, Buda, Wittgenstein, Krishnamurti, Epicuro y Spinoza. La misión de Comte-Sponville parece ser ética, esto es, enseñar a los hombres a pensar para obtener una vida dichosa. De aquí­ que distinga entre filósofo y sabio. El filósofo es el teórico, el apasionado por los conceptos, el creador de sistemas, el articulador de ideas. Mientras que el sabio es quien ha abandonado los castillos artificiales construidos a base de definiciones y ha optado por el camino de la vida.

«Yo, siempre pensando en Epicuro, he formado para mi uso personal la siguiente definición que te ofrezco como respuesta (pero es mi respuesta: no quiere decir que te satisfaga) a tu pregunta: La filosofí­a es una práctica discursiva cuyo objeto es la vida, cuyo medio es la razón y cuyo fin es la felicidad». Desde esta óptica, el pensador francés, es un filósofo vitalista. Pero no de esos arraigados en la tradición occidental (Nietzsche, Schopenhauer o Freud), sino al pensamiento budista. De este último le apasiona la idea de la disolución del yo, la concepción de eternidad, la renuncia al saber de erudición y la eliminación del dolor. No hay felicidad, dice, sin desesperanza y renuncia. La elección de la felicidad exige también una espiritualidad, pero no la religiosa, sino la inmanente. Comte-Sponville se declara ateo, pero un increyente espiritual, mí­stico, abierto a la trascendencia. La posibilidad es real, dice, y no hay contradicción entre ambas.

«Sí­, eso es lo que yo he vivido a veces, por lo que podrí­a ser legí­timo, efectivamente evocar a los mí­sticos. El hecho es que, sin pretender ser uno de ellos, doy mucha importancia a su testimonio. Lo que dicen sobre el hombre y sobre el mundo es algo esencial. ¿Y sobre Dios? Eso depende de los mí­sticos, y yo siento una especie de debilidad por los menos religiosos (…) Si me he interesado hasta este extremo por los mí­sticos orientales, especialmente budistas, es porque hallaba en ellos esa espiritualidad puramente inmanente (sin otro mundo, sin esperanza ni fe) cuyo camino Spinoza -a su manera que es conceptual- ya me habí­a indicado».

Esa espiritualidad encuentra su gracia fundamental en el silencio. Es a través de éste que se alcanza la plenitud y se descubre el camino. Callar para encontrarse, alcanzar el infinito y vaciarse de palabras. La verborrea no es sino un obstáculo para entretenerse con lo esencial, el Ser (con mayúscula). El nominalismo es una opción ético-mistí­ca.

«La vida no es una idea. Incluso añadirí­a: todas las ideas, en cierto sentido, nos apartan de la vida. Así­ pues, la filosofí­a no puede conducir a la sabidurí­a si no es con la condición de tender constantemente a su propia abolición: el camino está hecho de pensamientos, pero en el lugar adonde conduce ya no hay caminos. ¿Se acabó el pensamiento? En todo caso, se acabó el pensamiento teórico: lo real es suficiente, la vida es suficiente, y eso es lo que yo llamo el silencio».

De igual manera, Comte-Sponville afirma la necesidad de la soledad que distingue, a la vez, del aislamiento. Estar aislado, explica, es estar sin contactos, sin relaciones, sin amigos, sin amores, y eso, por supuesto, es una desgracia. Estar solo es ser uno mismo, sin recurso a los demás, y ésa es la verdad de la existencia humana.

«La soledad es la regla. Nadie puede vivir por nosotros, ni morir por nosotros, ni sufrir o amar por nosotros. Eso es lo que llamo la soledad: no es más que un nombre distinto para el esfuerzo de existir. Nadie vendrá a llevar tu carga, nadie. Si se puede dar a veces la ayuda mutua (¡y es cierto que se puede!), eso supone el esfuerzo solitario de cada uno, sin lo cual -excepto en el caso de ilusiones- no podrí­a darse. Así­ pues, la soledad no es el rechazo del otro, por el contrario, aceptar al otro es aceptarlo como otro (…) El amor no es lo contrario de la soledad: es la soledad compartida, habitada, iluminada -y a veces ensombrecida- por la soledad del otro. El amor es soledad, siempre, y no porque toda soledad sea amorosa, faltarí­a más, sino porque todo amor es solitario».

Como he dejado entrever, el libro es apasionante y hace pensar. Evidentemente puede afectar nuestras percepciones y modificar nuestro comportamiento, pero, ¿no le parece que un buen libro debe tener estas caracterí­sticas? Se lo recomiendo.