Alejandro Noriega: el poder del arte contemporáneo


Juan B. Juárez

El clima existencial de nuestro tiempo está marcado por el hecho de que en el preciso momento en que culmina el proceso del dominio total del ser humano sobre la naturaleza, los valores humanos y los afanes civilizatorios que propiciaron ese dominio han caí­do en un descrédito igualmente total. La vieja cuestión de si el progreso material y tecnológico sin acompañamiento de progreso «espiritual» seguí­a siendo progreso ha encontrado en los acontecimientos mundiales y planetarios de las últimas décadas la respuesta más concluyente. No es que simplemente el dominio total sobre la naturaleza finalmente nos haya desencantado sino que, propiamente, sufrimos en carne propia los inopinados resultados de ese abuso de poder. La parte que tenemos de naturaleza resiente los efectos del abuso del poder polí­tico, del poder económico, del poder de los medios de comunicación y sobre todo del despótico poder de la razón que se manifiesta en la ciencia y la tecnologí­a. La crisis de la contemporaneidad es la de una visión del mundo que se quiebra en el momento en que completa su insensato rompecabezas. El mundo que se quiebra en este momento es el mundo moderno; lo que le sigue, la posmodernidad, está hecho de sus escombros y fragmentos. Vivimos, actualmente, en el traslape de dos épocas.


En ese contexto, y entendidos los acontecimientos artí­sticos en su lógica interna, no hay nada más absurdo que las modas artí­sticas y los artistas que las siguen. En el mundo artí­stico contemporáneo lo único que hay son, por un lado, necesidades expresivas concretas -no quintaesenciadas- profundamente sentidas y responsablemente asumidas y, por otro, recursos creativos, expresivos y de comunicación propios de la época.

Alejandro Noriega (Guatemala, 1970) se mueve con particular consecuencia en este nuevo escenario que quedó al descubierto al finalizar la guerra interna. Sus obras conceptuales (instalaciones, intervenciones, performances, pintura digital) son resultado de esas necesidades expresivas concretas y, a su modo, redefinen el concepto y el papel del arte y del artista en la sociedad. Como se trata de satisfacer necesidades expresivas concretas, sus obras, lúdicas, irónicas, conceptuales, transgresoras de lí­mites formales, son también una manifestación de poder que, como tal, se ejerce estratégicamente en dirección a objetivos puntuales y concretos. Queda claro que el arte siempre ha sido un poder humano del que, sin embargo, históricamente los artistas abdicaron en favor de la iglesia, del partido o de las clases dominantes. La obra de Noriega es, en ese sentido, una recuperación del poder del artista. He aquí­ la descripción de dos de sus obras: en 2005, en el antiguo edificio de Correos puso una instalación llamada, si mal no recuerdo, «Conversación entre artistas» y que consistí­a un cinco sillas dispuestas frente al público y un yo-yo en cada una de las sillas; en el mismo año, las autoridades del Ministerio de Cultura y Deportes, en un claro ejemplo de abuso de poder burocrático, cerraron la Escuela de Artes Plásticas a la mitad del año lectivo. Eso significaba, entre otras cosas, que los alumnos del último año no se graduarí­an. Alejandro Noriega realizó, sin embargo, un acto de graduación con todas las formalidades de rigor, sólo que las togas eran de plástico transparente y los tí­tulos eran cartulinas en blanco. La obra no consistí­a sólo en el simulacro en el que participaban los graduados frustrados por la frivolidad burocrática sino que, además, contemplaba la presencia de los medios de comunicación; la obra -¿performance, creación colectiva, comedia, sátira?- fue un éxito: apareció en los diarios y las autoridades del Ministerio aplacaron su tozudo empecinamiento.

La primera obra se deja leer como una visión desencantada de la actitud del artista tradicional atrapado en su ficticia grandeza, ciego a todo lo que no sea él. El análisis de la segunda nos muestra varias cosas. En primer lugar, el artista ya no es aquel ser espiritual que se apartaba de la sociedad para cultivar sus elevadas dotes, sino que es un individuo engarzado en los problemas de su comunidad. Luego, el sentido de la obra ya no es estetizar un hecho injusto para denunciarlo posteriormente ante la consciencia estética de la sociedad, sino simplemente el de oponerse a un abuso de poder. Tercero, no hay ideologí­a de izquierda ni de derecha en esa simple oposición. Otra más, los recursos «formales» y expresivos fueron un mí­nimo de organización estudiantil (la sociedad civil), las formalidades de un acto de graduación y, por supuesto, los medios de comunicación.

Queda abierta la cuestión de si eso es arte o no, pero para dirimirla habrá que redefinir las nociones de creación artí­stica, necesidad expresiva y las relativas al arte, al artista y a su papel en la sociedad contemporánea, nociones estas cuyo análisis no puede hacerse con los métodos y conceptos tradicionales.

Simultáneamente a este tipo de expresiones, Noriega realiza también obra expresionista abstracta con medios digitales. No hay contradicción entre esas dos facetas de su trabajo artí­stico, sobre todo si su personal búsqueda, ahora sí­ formal, está determinada por la profunda crisis de la actualidad, por el clima de nuestro tiempo, que le exige una lúcida indagación de sus motivos, así­ como consecuencia y determinación en su genuina respuesta vital.