Héctor Gallo, un ex diplomático cubano de 82 años, siembra proverbios y esculturas al pie de los monótonos edificios del barrio de Alamar, en el este de La Habana, un reto artístico y humanista a la arquitectura de urgencia de los años 70 en la isla.
Los habitantes de Alamar denominan al oasis creativo del anciano «el museo de Gallo», pero él lo bautizó como «El jardín de los afectos». Detrás de la cerca que lo rodea, colmada de proverbios a menudo irónicos como «aquí se cobra hasta la risa», se ocultan ingeniosos y sorprendentes montajes hechos con objetos en desuso y oxidados.
Algunos objetos son una cabeza de vaca montada en resortes, un enjambre de cajas registradores que semejan las teclas de un ordenador, tubos de cañería que forman el cuerpo de un soldado desconocido que luce un casco oxidado, y el esqueleto de una antena parabólica devenido «una antena ’paradiabólica’ que detecta hasta el pensamiento», según su autor.
La magia opera. Las obras de arte vienen a romper la uniformidad del hormigón armado.
«Y esto es contagioso», asegura el artista señalando los accesos al lugar. «Está limpio, la gente no lanza ya a la calle» las cosas que no usa. Un poco más lejos, un pequeño jardín florecido bien delimitado viene a confirmar sus palabras.
«Los jóvenes» intentan a veces robar o romper, pero «cada vez menos», añade Gallo, con alma de profesor, después de haberse ganado la vida como barbero y llegar a ser embajador de Cuba en Camboya.
«Tiene talento, es el orgullo de Alamar y nos devolvió el gusto a nuestro barrio», señaló Odel Castañeda, de 30 años.
De larga cabellera y barba canas, pulseras sobre diez centímetros en cada muñeca, un bastón adornado con cascabeles que tintinean a cada paso y un sombrero de lona en la cabeza, Gallo explica que cuando se jubiló, hace 17 años, no sabía qué hacer, así que se lanzó de poeta, artista, chatarrero, iconoclasta, pacifista y ecologista.
En un país donde abundan las consignas políticas a la gloria de Fidel Castro o de Ernesto Che Guevara, prefiere las pequeñas frases que desgrana entre carcajadas.
Levantado de forma apresurada por sus futuros moradores y muy cercanos al pueblo pesquero de Cojímar -desde donde Ernest Hemingway salía a la pesca de la aguja-, Alamar, bañado por las aguas del Caribe, no goza de buena reputación.
Los «camellos» (ómnibus tirado por un remolque) que conducen a la denominada «ciudad dormitorio» son escoltados en la noche por la policía para evitar desórdenes.
El antiguo embajador en Camboya predica el respeto por la naturaleza y la vida. «Hágase el amor no la guerra, los condones son más baratos» y «nadie tiene el derecho a mal emplear el privilegio de su imbecilidad», se pueden leer sobre la tapa de un pote de pintura o una vieja señal de tránsito.
En un país donde inventar es una regla de vida, Gallo utiliza «los elementos de (su) medio ambiente», asegurando que «todo puede servir, nada es inútil». «Este pedazo de barca fue un médico el que me la regaló, quería viajar en ella a Miami, pero renunció», expresó Gallo, desplegando una risa.
El anciano vive apaciblemente. «No sabía que era arte. Necesitaba hacer algo» y «manteniendo esto (el museo), me mantengo yo. Eso es un sueño hecho a mano», expresa.
Cuando muera, dice, quiere ser enterrado en su jardín. «Me identifico más como una pieza de esta obra, que como su autor».