ALBIZÚREZ PALMA – Estampas (3)


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La vez que con Pepe, Miguel y alguien más fuimos a la feria del Hipódromo, a pie, ida y vuelta, no probamos bocado ni trago de agua tomamos, un tanto a lo obligado faquir, suspenso el natural deseo ante las muchas tentaciones de juegos y golosinas, pero regresamos igual de sanos en lo mental y corpóreo, sin envidias ni renegaciones, más bien con la broma fácil, burlesca, por nuestra infantil escasez sobrellevada con dignidad y con más buen humor que simple risa… Educación, que le llaman. Educación, no resignación. El revolucionario es antirresignado; la revolución es lucha… Bah…

René Leiva


En ese tiempo, de niños y jóvenes chamusqueros y barranqueadores, ir uno por la calle abrazado con sus amigos, o sea el brazo tendido a lo ancho de la espalda, con una mano descansada en el hombro del otro, nunca podía considerarse “huecada”. Era una actitud normal, natural, de casi mecánica camaradería, con algo de simiesco, que en ningún caso nadie consideraba sospechosa, como sería en la actualidad… y no sin razón.

Para fortuna de la extinta Facultad de Humanidades, de toda la Universidad Nacional, la Academia, la literatura y el teatro, el prestigio intelectual de Guatemala, Francisco Albizúrez Palma colgó los hábitos sacerdotales mucho antes de llegar a estrenarlos, así sin duda hubiese llegado a arzobispo metropolitano e incluso a Paco Cardenal Albizúrez. Sin embargo, el filólogo, investigador y escritor, llegado a abuelo, nunca perdió del todo cierto aire eclesiástico, en la voz, el ademán, la mirada…

Fuimos obligados “compañeros”, digamos, en páginas de El Imparcial y en La Hora, aunque mucho más compañero yo de Paco que el doctor Albizúrez de mí, por supuesto.
Una mañana de marzo, 1981, oficina de don Rufino Guerra Cortave (aula magna del periodismo escrito y otros escritos), coincidimos a pocos días de publicarse mi poema “Primer Índice”, ahí, en El Imparcial. Al rato de charla, casi de improviso, Paco, con su educada voz de dómine, recitó un verso de aquella poesía: “Lóbrega masa, radiante sombra”, para mi propio lóbrego asombro… Atónito yo, casi incrédulo, lo repitió tres veces pausadas ante el también atento y educado silencio de don Rufino… Pasamos a otra cosa, pero yo sentí que en el aire quedó algo flotando, más leve que el propio aire…

Se habla de “pérdida” ante la muerte de un personaje ilustre y reconocido en ámbitos intelectuales, académicos, literarios. Pérdida, una expresión cajonera, lugar común, tópico luctuoso de mero relleno que cualquier tumba (o su carencia) desmiente, que la rememoración (o el olvido) desdice… Con ya no ser, ya no estar más o menos presente, ¿quién pierde qué? ¿Acaso el ausente era posesión de alguien o de algo? Pérdida, sí, por supuesto, para la familia cercana, los íntimos… “Queda la obra”, se dice; “dejó huella”. La única pérdida a considerar es de la memoria.