Albizúrez Palma – Estampas (1)


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A Paco, en memoria.

Durante 1959 y 1960 viví en la 2ª. avenida “A” y 12calle, zona 3capitalina, entre mis 12 y 13 años de edad, cursante de primero y segundo “Prevo” como deslucida culminación de mi definitiva formación académica.

René Leiva


Enfrente de nuestra vivienda alquilada, en la “casa de la esquina”, residía la familia Albizúrez Palma: la mamá (doña Cata), recién viuda, y sus nueve hijos, dos hembras y siete varones, en tanto el primogénito, José Francisco (Paco), se contaba que estudiaba en el Seminario, era el principal sostén de su parentela y sólo llegaba de vez en cuando.

También vivía allí una hermana de doña Cata con su discreto marido; uno de esos matrimonios maduros, muy de antes, sin hijos, en que los cónyuges devienen dos solterones hermanados por una costumbre rutinaria e inquebrantable.

Recuerdo haber visto más de una vez a Paco, desde mi ventana, llegar a su casa, Biblia o misal en mano (¿o algún texto de lingüística?), siempre con suéter oscuro, y a pocos pasos de la puerta, a media calle, ser recibido con alegría por sus hermanas y hermanos pequeños, casi como los pollitos con mamá gallina… El hermano mayor, sustituto afectivo del padre, el único de la profusa familia que no tartamudeaba, más bien con notable don verbal, reflejo de mente e inteligencia bien entretejidas con los hilos áureos del lenguaje.

Era aquella una casa modesta, pero condensada de magnetismo y revestida con una pátina cautivante y evocativa, pertinente y simbiótico escenario para una familia, ahí sí, fuera de serie, sui géneris, desigual respecto a muchas otras, sin par, en que cada uno de sus miembros poseía una definida individualidad delineada al natural, a pesar de la sólida legadura filial que en lo plural los identificaba.

“Pintorescos y simpáticos” podrían ser fáciles y trillados adjetivos limitantes para los Albizúrez Palma de aquellos tiempos, ajá, dorados… bulliciosos, alegres, en perpetua riña por nimiedades con ribetes jocoserios… ¡Babieca! era un insulto fraternal, vociferado con un dejo inimitable, muy chapín, todo usos y consuetudinario que podría desencadenar una bronca de quejas y recriminaciones a grito pelado con el juicioso arbitraje de doña Cata.

¡Ah!, aquella sufrida puerta de gruesa madera con hoyo y pita para abrirla por fuera; puerta mártir de abrideras, cerraderas y somatones, ayuna de adagios y andantes moderatos, pródiga en prestos molto agitatos y allegros con brío, sin faltar algún andantino caprichoso… Puerta gritona y chillona cuyos portazos se oían hasta la Avenida Elena y la Avenida del Cementerio y despertaban a los muertos en pleno día…

Situadas dos terceras partes a la orilla del barranco, la parte posterior de la casa era sostenida por pilotes de madera y concreto, y abajo, en el suelo firme, tiempo después descubrí que en lo que fuera una especie de sótano, se guardaban empolvadas cajas con saldos de alguna librería –papelería en quiebra… Discreto y quitado de ruidos aunque curioso e intrigado nunca pregunté a mis camaradas el origen de aquella mercadería allí sepultada.