Al pie de la letra Martí y la poesía


cul_6

Martí aspiró con su poesía crear un verso sincero y sencillo que expresara la complejidad interior de su alma y la naturalidad de sus sentimientos; quiso hacer del lenguaje una metáfora sonora y musical que siguiera fielmente las vibraciones emotivas que palpitaban intensamente en su vida interior.

POR CAMILO GARCÍA

En los Versos sencillos, colección de poemas cortos escritos en el último período de su exilio en los Estados Unidos entre 1889-90, y en los que su voz alcanza la cumbre de su esplendor y madurez, Martí afirma su intención “de poner –como giro novedoso de la poesía de su tiempo– el sentimiento en formas llanas y sencillas”. Es decir, de hacer presentes y durables con las palabras, para sí y para los demás, el contenido de vivencias fugaces y efímeras condenadas naturalmente a perderse bajo el torrente del tiempo. Esta voluntad decisiva coloca la poesía martiana en el firmamento del modernismo cultural que hacía época en el mundo Occidental en las décadas finales del siglo XIX.

Como se sabe, el propósito esencial de la literatura y poesía modernista en América, con el que abrió un horizonte de ruptura respecto a la tradición, fue el de captar en un instante efímero del tiempo presente las diversas y múltiples formas culturales creadas por los hombres, por más lejanas en la geografía y la historia que pudieran estar o por más extrañas que parecieran a la percepción común. O para decirlo en palabras de Octavio Paz escritas en su ensayo iluminador sobre Rubén Darío, el modernismo estuvo animando por el deseo de fundir en la actualidad instantánea del presente, convertido en esencia y paradigma misma del tiempo, el exotismo y el arcaísmo cultural para poder llegar a ser contemporáneo de todo lo existente, así estuviera ausente.

Pero como la poesía martiana no se propone ir en busca de los elementos culturalmente extraños y lejanos para asirlos en una imagen, en una palabra, que los vuelva presencia pura sino, más bien, quedarse simplemente lo más cerca posible de lo más cercano e inmediato de la vida, sus rasgos modernistas se tornan un tanto borrosos. Su lenguaje al querer expresar lo más natural que hay en la vida humana abre una distancia con este canon estético que al mismo tiempo abrazaba. Pero, a pesar de esta diferencia  la poesía martiana no se deja envolver por la forma romántica. Pues es el sentimiento esencial que expresan y recrean sus versos, no es la nostalgia por la pérdida de un pasado arcaico y remoto –el lugar del origen– en donde todas las contradicciones de la vida humana estaban real o imaginariamente conciliadas. En la transparencia de su palabra no encontramos el deseo de revivir plenamente ese momento perdido en el pasado en que los hombres fueron completamente felices.

Pero esta aspiración es inexistente en su poesía porque ese instante del origen no ha desaparecido del tiempo presente, del tiempo de su vida como hombre y poeta. Toda su existencia estuvo marcada y rodeada por la riqueza de los elementos naturales, subjetivos y objetivos, que lo forman. “Yo soy un hombre sincero / En donde crece la palma / Antes de morirme quiero / Echar mis versos del alma. / Yo vengo de todas partes, / Hacia todas partes voy: / Arte soy entre las artes, / En los montes, monte soy”. Con esta fusión completa e integral que Martí imagina de lo humano y lo natural la armonía propia del origen se reconoce como presencia ante sí. La palabra le sirve para hacer surgir ante sus sentimientos lo que ya, de modo simple y directo, existe en el aquí y el ahora de su vida. La sencillez que caracteriza sus versos no es más, entonces, que el giro formal preciso y apropiado que sirve para expresar la forma de sentir esa presencia constante y esencial de los elementos originales de la naturaleza que brotan en la vida -y en la muerte- sin excepción y sin diferencia. Al lado opuesto del gesto y la intención romántica la poesía martiana revela diáfanamente el sentimiento que se encuentra siempre de modo natural entrelazado al origen natural que lo funda.

Martí entendió, tal vez mejor que ningún otro en su época, que las formas naturales de vida del hombre americano son las que definen de modo esencial e intransferible la posibilidad de ser contemporáneo del mundo moderno. Pues la presencia central del sentimiento en el contenido de su vida revela el rasgo que insustituiblemente la identifica; es decir, la característica, que al diferenciarlo de los demás hombres que habitan en la modernidad, lo muestra como presente en el horizonte significativo de ese mundo. Lo natural de la emoción y el sentimiento, o mejor, la naturalidad con la que existen en la vida, es el signo dominante de un ser que no trasciende el origen de donde proviene en el tiempo. La conciencia de esta persistencia temporal del origen, en tanto su existencia es puro signo verbal-cultural siempre presente del pasado, es la que constituye la clave de la originalidad de la poesía martiana.

Por eso la inocencia y pureza natural del niño, de su hijo amado, “el príncipe enano que tiene guedejas rubias”, se convierte en el tema privilegiado de su canto en el Ismaelillo. “Ungeme siervo, / siervo sumiso: / No he de cansarme / de verme ungido! / Lealtad te juro, / Mi reyecillo! / Sea mi espalda / Pavés de mi hijo; / Pasa en mis hombros / El mar sombrío: / Muera al ponerte / En tierra vivo: – / Más si amar piensas / El amarillo / Rey de los hombres, / Muere conmigo! / Vivir impuro? / No vivas, hijo!”. Con esta confesión de amor a la pureza de un ser inocente Martí se confiesa solamente dispuesto a someterse libre y voluntariamente a sus mandatos. Es el hijo el único rey de su vida; el único que tiene el poder, que emana de su condición natural, de guiarla por el camino recto de la pureza ideal. A pesar de la precariedad y debilidad aparente que tiene el niño es el único ser que simboliza la forma verdaderamente humana del poder pues su alma natural no está marcada aún por el signo inmoral de la maldad; no está dispuesta para hacer daño o producir concientemente sufrimiento a los demás. El deber supremo de todo hombre es cumplir sus órdenes con la certeza absoluta que serán las órdenes más humanas de la vida. En ellas encontraran, como encontró Martí, la fuerza y la razón para reencontrar su sendero natural cuando éste se hubiera perdido.

Este canto a la pureza de la vida se halla igualmente en su famoso poema La niña de Guatemala que Gabriela Mistral, gran admiradora de su obra, consideró como uno de los versos cumbres de la literatura hispanoamericana. Pero será una inocencia diferente que brota de un amor que se vive marcado dolorosamente por su imposibilidad. “Quiero a la sombra de un ala, / Contar este cuento en flor: / La niña de Guatemala, / La que murió de amor”. En este poema Martí nos revela el destino íntimo de la muerte al que conduce la pureza ideal de un amor no correspondido. La niña de Guatemala es la mujer que nos indica sin saberlo, y por obra de su inocencia, el límite que la destrucción del amor le coloca naturalmente a la vida. Ella muere de amor no porque sufra el pathos romántico que lo busca y lo reclama como la soberanía de la verdad sino porque la experiencia de su presencia constituye todo el contenido posible de su pureza natural. Perder su posibilidad es perder para siempre la vida misma que se sostiene en su poder unificante.

La poesía martiana se nos presenta, entonces, como el verso que transcribe la sustancia íntima, sencilla y compleja a la vez, de sus sentimientos más naturales. Ella no se propuso como Rimbaud en su Temporada en el infierno, que sirvió de base al contenido estético y político del surrealismo en las primeras décadas de este siglo, cambiar la vida. Su ideal fue más modesto pero, al mismo tiempo si se quiere, más real. Pues para él se trató de integrar del modo más humano posible el verso y la vida; de fundir sin reservas las palabras bellas y sonoras de la poesía con las urgencias sensibles del ser humano. Para él, la poesía encuentra en la vida sensible su más profunda verdad que la justifica sin condiciones para justificarse a sí misma. Su lenguaje es el alimento natural del alma, la forma sustancial que embarga todo nuestro ser. Por eso no se puede vivir sin su aliento, sin la fuerza no violenta de sus palabras que animan y fortalecen el espíritu  de quien las crea, las lee o las escucha. “Yo te quiero, verso amigo, / porque cuando siento el pecho / ya cargado y deshecho, / parto la carga contigo, / Verso, nos hablan de un Dios / adonde van los difuntos: / verso, o nos condenan juntos, / o nos salvamos los dos!”.

Pero esta función fundamental que Martí le atribuyó a la poesía sólo se podía cumplir como hecho sociocultural si lograba irrumpir libremente en el espacio público de la sociedad.  Aunque esta idea no existe explícitamente en sus versos o en el contenido de sus artículos y ensayos, es posible deducirla de su pensamiento como una especie de supuesto impensado. No declaró nunca abrazar el programa del primer romanticismo alemán que aspiraba a restituir la poseía en el horizonte abierto de lo público como había ocurrido en el mundo clásico griego. Pero  fue, tal vez, su intención más secreta y profunda. Su amor a la poesía fue equivalente al que sintió por la causa de la independencia política de su país del dominio colonial español. ¿Por eso, al entregar su vida a la lucha por alcanzar este propósito no lo hizo también para conquistar ese espacio de libertad que la faltaba a la palabra poética para asegurar y sostener la vida espiritual de todos los hombres de su patria? Intención ciertamente utópica para los tiempos modernos. Pero que, sin embargo, nos revela una vez más una profunda, y al mismo tiempo, sencilla verdad: entre la palabra y la libertad existe una unión indisoluble, una interdependencia recíproca. La primera necesita a la segunda para ser y la segunda a la primera para demostrar que es. Y al mostrarlo así Martí nos mostró un camino permanente e inacabable a seguir en América, se hizo contemporáneo de nuestra propia época.