Les he contado que mi madre me envió de mi aldea El Carmen Frontera, en Malacatán, a la ciudad de San Marcos a estudiar la secundaria. La familia que inicialmente me acogió era evangélica, de modo que los domingos asistí a los cultos durante 10 meses.
En la escuela dominical para niños aprendí rudimentarios conocimientos bíblicos, como historias veterotestamentarias y de la vida de Jesús. Al año siguiente ya no acudí a la pequeña congregación a causa de la mofa de infantes y personas mayores. Y le perdí la huella a ese Gran Desconocido.
Mi adolescencia y juventud en casas de huéspedes e internados me alejaron de toda creencia teológica, además de que fueron áreas propicias para que se desencadenaran tendencias ajenas a preceptos bíblicos de cualquier confesión o denominación cristiana, sin que ello impidiera que compartiera actividades católicas, pero sólo en la cómoda festividad seglar.
Perdí contacto con Dios. O eso era lo que creía. Al iniciar mi vida adulta fui arrastrado por la vorágine del ateísmo y tuve la fatua presunción de declararme marxista cuando ingresé a la Facultad de Humanidades de la Usac, a estudiar en la desaparecida Escuela Centroamericana de Periodismo. Me rebelé contra el sistema y busqué senderos de bienestar para los desposeídos de la fortuna, integrándome a grupos que compartían mi idealismo y mis empíricos conocimientos del materialismo histórico.
Pero la propia dialéctica de la vida misma -de retorno a un viaje a la llamada República Democrática de Alemania- me dirigió a derroteros que muchos años antes yo había caminado con ligereza, sobre todo cuando tres médicos me diagnosticaron una enfermedad terminal y me fijaron pocos meses de vida.
Mi madre clamó al Creador por mi precaria salud e incredulidad y mi mujer me tomó de la mano y me trasladó a sembradíos también desconocidos por ella. Su fortaleza y su constancia arrinconaron mi soberbia hasta caer derrotado a los pies del Omnipotente. Mi fracaso se convirtió en victoria cuando de rodillas me levanté aún temeroso y con buena dosis de escepticismo, para encararme con Dios en la persona del resucitado Señor Jesús.
Al margen de diferencias doctrinarias y rituales entre el mundo de la cristiandad y en medio de las distancias que los hombres han colocado a las corrientes protestantes, culminó ayer la conmemoración de la Semana Santa, celebrándose el Domingo de Resurrección, que despierta en mí añejos recuerdos de la Escuela Dominical de la Sala Evangélica de la Misión Centroamericana, de San Marcos, y, asimismo, renace en mí la promesa que me ofrece el apóstol San Pablo, al enseñarme que si Cristo no hubiese resucitado vana sería mi fe y mi esperanza. Es Jesús triunfante sobre la muerte.