Al encuentro de la huella de ese Gran Desconocido


Les he contado que mi madre me envió de mi aldea El Carmen Frontera, en Malacatán, a la ciudad de San Marcos a estudiar la secundaria. La familia que inicialmente me acogió era evangélica, de modo que los domingos asistí­ a los cultos durante 10 meses.

Eduardo Villatoro

En la escuela dominical para niños aprendí­ rudimentarios conocimientos bí­blicos, como historias veterotestamentarias y de la vida de Jesús. Al año siguiente ya no acudí­ a la pequeña congregación a causa de la mofa de infantes y personas mayores. Y le perdí­ la huella a ese Gran Desconocido.

Mi adolescencia y juventud en casas de huéspedes e internados me alejaron de toda creencia teológica, además de que fueron áreas propicias para que se desencadenaran tendencias ajenas a preceptos bí­blicos de cualquier confesión o denominación cristiana, sin que ello impidiera que compartiera actividades católicas, pero sólo en la cómoda festividad seglar.

Perdí­ contacto con Dios. O eso era lo que creí­a. Al iniciar mi vida adulta fui arrastrado por la vorágine del ateí­smo y tuve la fatua presunción de declararme marxista cuando ingresé a la Facultad de Humanidades de la Usac, a estudiar en la desaparecida Escuela Centroamericana de Periodismo. Me rebelé contra el sistema y busqué senderos de bienestar para los desposeí­dos de la fortuna, integrándome a grupos que compartí­an mi idealismo y mis empí­ricos conocimientos del materialismo histórico.

Pero la propia dialéctica de la vida misma -de retorno a  un viaje a la llamada República Democrática de Alemania- me dirigió a derroteros que muchos años antes yo habí­a caminado con ligereza, sobre todo cuando tres médicos me diagnosticaron una enfermedad terminal y me fijaron pocos meses de vida.

Mi madre clamó al Creador por mi precaria salud e incredulidad y mi mujer me tomó de la mano y me trasladó a sembradí­os también desconocidos por ella. Su fortaleza y su constancia arrinconaron mi soberbia hasta caer derrotado a los pies del Omnipotente. Mi fracaso se convirtió en victoria cuando de rodillas me levanté aún temeroso y con buena dosis de escepticismo, para encararme con Dios en la persona del resucitado Señor Jesús.

Al margen de diferencias doctrinarias y rituales entre el mundo de la cristiandad y en medio de las distancias que los hombres han colocado a las corrientes protestantes, culminó ayer la conmemoración de la Semana Santa, celebrándose el Domingo de Resurrección, que despierta en mí­ añejos recuerdos de la Escuela Dominical de la Sala Evangélica de la Misión Centroamericana, de San Marcos, y, asimismo, renace en mí­ la promesa que me ofrece el apóstol San Pablo, al enseñarme que si Cristo no hubiese resucitado vana serí­a mi fe y mi esperanza. Es Jesús triunfante sobre la muerte.