Los padres vacunan a sus niños sin preguntarles si están o no de acuerdo. Los niños no están de acuerdo, pero los padres asumen tener todo el derecho para proceder con el doloroso pinchazo porque sus hijos no tienen todavía la capacidad de discernir. Esa potestad de los padres prácticamente nadie la discute.
Un niño de seis años que precisa un riñón tiene un hermanito de cuatro que es el candidato ideal para donárselo. Los padres se dan cuenta de la incapacidad del menor para hacer una decisión tan trascendental y tratan de adivinar no solamente cuál será la forma actual de pensar de ese niño y, sobre todo, cómo será dentro de 20, cuando tenga 24 años de edad.
Pudiera ocurrir que su hermano, el que recibió el riñón, sea un buen hombre que goce de buena salud por lo cual, el donador, habrá de sentirse satisfecho y contento de haberse sacrificado y contribuido a la salvación de su hermano. Ello significaría que los padres estarían también contentos de haber acertado en la correcta decisión.
Pero, pudiera ocurrir lo contrario, y que el receptor, habiendo rechazado el riñón, hubiera muerto un año después del trasplante. O que abusivo y protagonista de una vida desordenada fuera causa de infelicidad para la familia.
Aquel niño que cuando había donado su riñón, ahora, ya un adulto, podría sentir el derecho de reclamar a sus padres por lo que, él dice, fue una desacertada decisión y vive con la sensación frustrante de que esa decisión, fallida, había sido tomada sin consultárselo. Una desacertada decisión y se había quedado con sólo un riñón para el resto de su vida.
Este caso plantea el tipo de dilema bioético que habrá de resolverse a la luz de principios básicos y que requieren un bien orientado juicio y reflexión.
Este tipo de decisiones que se toman arrogándose el derecho de otra persona, se hace vigente cuando la prensa publica nuevamente el caso del primer ministro israelí Ariel Sharón, quien ya lleva un año de estar en coma víctima de hemorragias cerebrales. La familia indudablemente se preguntará y repreguntará hasta cuándo habrá de continuarse manteniéndolo en ese estado vegetativo, ¿Será que d. Ariel, desea fervientemente que ya no prolonguen ese sufrimiento de no poder hablar y que lo dejen descansar?
Es ésta una pregunta que la más y modernísima técnica médica no puede responder y que es la familia la que habrá de asumir la responsabilidad y decidir. Algo así como lo es el caso de la potestad que el padre ejerce al decidir por su hijo que como el Sr. Sharón, no tienen capacidad mental para hacer uso de su libertad.
Naturalmente si los hijos deciden que se le retiren todos los tubos que se le han conectado y así dejarlo morir, el Estado puede meter su cuchara y decidir que se continúe manteniéndolo vivo.
Por eso es que los esposos habrán de discutir, en vida, al respecto de sus deseos cuando una condición como la de d. Ariel Sharón acaece. Es lo que se llama elaborar un testamento vital.
La Bioética debe, en esos casos ser una asesora, y el Estado deberá emitir las correspondientes leyes para saber cómo intervenir.
¿No sería lo mejor que al ex ministro israelí le diera una enfermedad intercurrente, como una neumonía, y que la familia, adivinando su pensamiento, se opusiera a que le dieran antibióticos y así dejar que la muerte ocurriera según el orden natural?