La Tate Modern de Londres consagra una exposición al estadounidense Mark Rothko, que se centra en el mítico mural que el artista ejecutó en 1959 para el rascacielos Seagram, en el centro de Manhattan, 11 años antes de cortarse las venas en su estudio de Nueva York.
La retrospectiva en la Tate, que con el MoMa de Nueva York es el museo que tiene más pinturas de Rothko (1903-1970), incluye 50 obras del último periodo del artista, clasificado por los críticos como exponente del expresionismo abstracto pero que se consideraba a sí mismo un pintor religioso.
Los protagonistas de esta muestra, que se abre el viernes, hasta el 1 de febrero, son 15 lienzos que ejecutó el pintor para un mural que debía adornar las paredes del lujoso restaurante Four Seasons, en el edificio Seagrams, un rascacielos en Park Avenue, obra de los arquitectos Mies van der Rohe y Philip Johnson.
Ese mural – la comisión más importante ofrecida a un pintor en la historia de Estados Unidos – «es el comienzo del periodo más rico de mi padre», afirmó el hijo del artista, Christopher Rothko, durante la presentación a la prensa de la antológica.
El comisario de la exposición, Achim Borchard-Hume, destacó que «ésta es la primera vez en la historia, y probablemente la última, que están reunidos 15 de los 30 lienzos pintados por Rothko para ese mural», que fue objeto de una tremenda polémica.
Borchard- Hume recordó que según la leyenda – alimentada por periodistas, libros y rumores en el mundo del arte -, al darse cuenta que el mural estaba destinado para un restaurante de «ricos», Rothko pintó lienzos oscuros – rectángulos negros sobre fondo marrón – para hacerles «más difícil la digestión» a los que se podían darse el lujo de ir a comer allí.
Pero luego, el artista nacido en Letonia, entonces parte del imperio ruso, de padres judíos que emigraron al oeste de Estados Unidos cuando tenía 10 años, anunció que no iba a cumplir con el encargo, devolvió el dinero y se quedó con los cuadros, cediendo nueve de ellos a la Tate, un año antes de matarse.
Otros de esos lienzos fueron a parar a una «capilla no confesional» construida para alojarlos, en Houston, otros a la colección del Kawamura Memorial Museum of Art, en Japón, y otro a la Galería Nacional de Arte, en Washington, indicó.
«Esta es la primera vez que el museo japonés, que está procediendo a una renovación, ha prestado esos lienzos a una exhibición internacional desde que entraron a su colección, a fines de los años 1980», destacó el comisario.
El hijo del artista afirmó a reporteros que pese a la oscuridad de los cuadros de su padre -que se suicidió en su estudio neoyorquino, en febrero de 1970, cortándose las venas tras haber ingerido un frasco de somníferos y una botella y media de whisky – «su obra era luminosa».
«Incluso sus cuadros más oscuros provocan una sensación de luz, de vitalidad», señaló Christophe Rothko, que tenía sólo tres años a la muerte de su padre.
Contó que aunque a veces dibujaba y «hacía murales» en el estudio de su padre, el artista nunca se dejó ver por nadie cuando pintaba. «Ninguno de sus colaboradores jamás lo vieron cuando pintaba, ni yo tampoco», dijo.
Rothko, que dijo una vez que que se había dado cuenta que pintaba «templos griegos, sin saberlo», reclamó siempre condiciones especiales para exhibir sus pinturas: que en las salas donde colgaban sus cuadros sólo hubiesen obras de él, y que estuvieran iluminados con una luz suave, natural.
Katharine Kuh, una crítica de arte y amiga de Rothko, escribió en su libro «My Love Affair with Modern Art» que una de las primeras cosas que le dijo el artista fue que sus lienzos «sufrían inmensamente cuando eran vistos en una pared junto a otras obras».
Y la Tate ha cumplido con esos requisitos, destacó el comisario, que señaló que para Rothko no había sido fácil «vivir con el triunfo comercial que conoció en su vida».
No habría sido entonces fácil para él saber que, en mayo del año pasado, uno de sus cuadros, «White with Yellow, Pink and Lavender on Rose» (1950), se vendió en 72,8 millones de dólares en Sotheby»s de Nueva York, lo que en ese entonces fue el récord para una obra de arte de la postguerra en una subasta.
El vendedor fue el multimillonario David Rockefeller, que compró el lienzo por 100.000 dólares antes de la muerte del artista. Y el comprador fue la familia real de Qatar, que dijo que la pintura sería colgada en la sala de oración de la residencia que está haciendo construir en Marbella, sur de Francia.