Abrace a sus muertos


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El jueves de la semana pasada, el niño Jasón Cadena, de apenas 3 años de edad, fue encontrado al amanecer por los bomberos en el camino entre Amatitlán y Bárcenas; había pasado casi toda la noche abrazado del cadáver de su mamá, quien había sido asesinada junto con un hombre, de quien se presume era su novio.

Mario Cordero Ávila
mcordero@lahora.com.gt


Los bomberos dieron atención al niño, porque tenía hambre y frío, además de que su rostro presentaba muchas picaduras de mosquito, que lo picaron en esa noche. Luego de que lo abrigaron y le dieron algo de comer, el infante seguía preguntando por su mamá, sin comprender aún la dimensión de la muerte.

Historias parecidas, tan trágicas y desgarradoras, ocurren diariamente. Aunque de esto seguramente el Gobierno no se entera, porque mide sus logros en frías cifras, y solo es capaz de ver que se redujo en un tanto por ciento los asesinatos. Desde el cálido despacho de la Casa Presidencial, o desde una oficina en el Palacio de Gobernación, se es incapaz de ver el dolor de cada uno de los familiares de estas víctimas, a quienes no les interesa que el Gobierno y periódicos achichincles califiquen con una nota de 70 sobre 100 el trabajo en el 2012.

Hoy también las lágrimas nos despertaron, con la noticia de dos niñas, de 6 y 12 años, aún con ropa de dormir, encontradas muertas por estrangulamiento. Lo peor de todo es que estas noticias ya casi no sorprenden, y si lo hacen, el repudio pasa pronto.

Antes, en los tiempos de la guerra interna, la creencia de la gente era que los muertos eran asesinados con justificación (que no quiere decir con justicia), por estar metidos con los grupos subversivos. “A saber en qué estaba metido”, decía la gente cuando se enteraba de un muerto, y se lo tomaba como lección y creían que si “uno no se mete a babosadas, no le va a pasar nada”.

Eso fue un grave error, porque se consideró que uno mismo podía evitar un destino trágico. Si se mantenía la boca cerrada, la cabeza gacha y si se respetaba el tácito estado de Sitio reinante, no le pasaría nada. El problema fue que mucha gente valiente e inocente falleció, por alzar la voz en favor de la verdad y la justicia. Así dejamos escapar a este país.

Hoy día quizá nos causa indignación que inocentes se vean afectados, sobre todo los niños, de quienes nadie dudaría que “se hayan metido en babosadas”. La violencia ha llegado incluso contra aquellos que no se lo merecen; quiero decir, que nadie en realidad merece ser tratado con violencia, sino que en el entendido del imaginario guatemalteco que “si alguien fue asesinado, fue porque a saber en qué estaba metido”.

Nunca fue así, y hoy día mucho menos. La violencia se puede ensañar contra cualquiera: contra niños, contra ancianos, contra delincuentes, contra inocentes, contra alcaldes, contra hermanos de exalcaldes, contra mujeres, contra hombres; incluso, podría ensañarse contra usted y contra mí.

Nuestro problema es que aún agachamos la cabeza y no protestamos, creyendo que todavía estamos en tiempos de guerra, y que el Ejército mandará a callar a todos los que protesten. No podemos permitir que el país se nos siga escapando, creyendo que la violencia es normal.

Pero la violencia no es normal. Imagine cómo crecerá ese niño que a los tres años perdió a su madre. Le queda toda una vida por enfrentar, y deberá hacerlo con el dolor del asesinato y con muchas dudas y, quizá, rencor en su corazón.

Nuestra sociedad es como ese chiquillo desconcertado que solo atina a abrazar a su madre muerta, sin comprender qué pasó. Desde hace medio siglo, la violencia nos ha sorprendido y hemos crecido, creyendo que esto es normal. Pero ya es tiempo de cambiar de rumbo, dejar de abrazar a nuestros muertos, y empezar a sentirle el gusto de abrazar a los vivos, sabiendo que al regresar a casa volveremos todos a encontrarnos con un abrazo.