La última noticia de Honduras es que el Congreso se reunirá después de las elecciones para decidir si reinstala en la presidencia a Manuel Zelaya, no obstante que el depuesto mandatario ya dijo que no aceptará volver al poder bajo ninguna circunstancia luego de que el acuerdo suscrito entre sus delegados y los enviados de Micheletti se evidenció como una soberana baboseada.
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La postura actual del derrocado gobernante es llamar al pueblo a boicotear las elecciones con la esperanza de que una abstención abrumadoramente masiva haga ilegítimo el resultado de los comicios a realizarse a finales de este mes y que inicialmente no iban a ser avalados por la comunidad internacional, pero que luego del acuerdo suscrito entre las partes tienen visos de ser planteados como la salida a la crisis generada por el golpe de Estado.
Lo cierto del caso y que debe ser objeto de preocupación para todos los que creen en la democracia, es que el golpe se consolidó a pesar de la unánime oposición y repudio de la comunidad internacional. Zelaya, quien fue sacado a empujones de su casa para ser depuesto de la presidencia y enviado a Costa Rica en ropa de dormir, no sólo fue objeto de vejamen ese día, sino que posteriormente porque las instituciones de su país lo terminaron viendo como pura chenca de puro, aliviados de que desde su refugio en la embajada de Brasil no pudo convocar a una reacción contundente de la población que hubiera sido su única salida para regresar con poder a la Presidencia de la República.
El escenario actual es totalmente adverso para Zelaya y quienes le han dado apoyo incondicional durante esta crisis. Pero también es un escenario peligroso para la democracia en América Latina, puesto que al final puede ser que Honduras se haya convertido en el laboratorio para experimentar las reacciones y medir posibilidades de los cuartelazos del nuevo milenio. Ni las amenazas de Chávez, uno de los grandes perdedores en esta crisis centroamericana, ni el riesgo de un boicot internacional fueron suficientes para obligar a los conservadores de Honduras a una reflexión que permitiera la vuelta del mandatario constitucional al desempeño de su cargo. Ciertamente que Zelaya hizo planteamientos políticos contrarios al espíritu y la letra de la misma Constitución, pero al no regirse por los mecanismos legales para defender la Constitución, resultó que en su supuesta defensa se cometieron gravísimas violaciones que tipifican un golpe de Estado.
En el fondo lo que estamos presenciando es un acelerado deterioro del sistema democrático en la región, puesto que lo que no se hace por la vía del golpe de Estado se hace por la patraña de reformas constitucionales que, en general, apuntan a la creación de regímenes autocráticos como los que fueron característicos de las dictaduras latinoamericanas en el siglo pasado. Y es que nuestro proceso de apertura, iniciado en las últimas décadas de esa centuria, tiene como grave pecado original la generación de modelos de corrupción sin precedentes, muy superiores a los que se vivieron aún en los tiempos de dictadura, lo que parece mucho decir. Ese fenómeno, acompañado de la falta de participación permanente de la ciudadanía, da como resultado la frágil estructura de la institucionalidad democrática cuya crisis empieza a ser irreversible.