A un año, todo sigue igual


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El domingo se cumplió un año de la muerte de Max Morel, esa pérdida que a su familia y a la mía nos golpeó de una manera fuerte, luego de que en una nublada mañana un malvado ladrón le quitó la vida tras robarle su teléfono celular. Ha sido un año sin duda difícil, con mucho dolor, pero a la vez con ejemplos gratificantes que han protagonizado las personas más cercanas a Max.

Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt


Luego de su muerte el tema de los celulares cobró relevancia, las expresiones en redes sociales eran constantes y todo mundo hablaba de cómo ponerle fin a ese mal que nos había quitado a un ser querido. Sin duda alguna, Max no fue el primero en morir en tales circunstancias, y esa muerte marcó la vida de muchas personas, así como le ha ocurrido a otros miles de guatemaltecos que han sufrido por la misma causa.

Conforme transcurrieron los meses, las cosas se fueron enfriando hasta el punto de seguir exactamente como estábamos hace un año, con un  serio riesgo de estar en peor condición, pues hoy ya no se cuenta con el mismo respaldo de todos aquellos que juraron aportar su grano de arena para erradicar ese mal, porque una vez más fuimos víctimas de nuestro principal enemigo social, que es la indiferencia.

Yo he insistido que como guatemaltecos lastimosamente hemos ido desarrollando una tolerancia especial que luego de la conmoción se convierte en resignación que nos paraliza e impide buscar soluciones integrales para abordar los problemas y procurarles remedio. Nos sigue costando mucho encontrar puntos de acuerdo, dejar atrás el afán de protagonismo que nos hace exigir que nuestra propuesta deba ser la que todos acepten, pues de lo contrario, nada nos parece.

Si todas las situaciones que pasan en Guatemala no son suficientes para generar un remolino de cambio, ¿qué lo será? A la familia Morel y persona más cercana, como todo aquel que ha tenido que enterrar a sus muertos por la irracional actitud de unos pocos, aún le tocan días grises en los que la tristeza es exponencial aunque ahora existan más días en que Dios los llena de esperanza. No obstante que con el pasar del tiempo sean más los días buenos que los malos, el vacío de Max siempre estará.

Pero lo que no me deja de asombrar es esa capacidad que tenemos para quitar, con facilidad, el dedo de la llaga en los temas clave. ¿Estamos esperando otra tragedia causada por el robo de un pedazo de tecnología? ¿No nos basta el shock que sufren las personas al ser asaltadas a diario? ¿Qué esperanza tendrán aquellos cuyas pérdidas no tienen el eco social que alcanzan otras?

El problema de los celulares es algo que con voluntad se puede resolver. Desde hace un año, he intentado platicar con diversos sectores, especialistas y autoridades, además de los operadores de telefonía y con éstos me he topado con explicaciones que tienen una línea muy delgada entre argumentos y excusas.

El círculo vicioso es grande porque muchos guatemaltecos adquieren teléfonos robados alimentando la necesidad de un mercado negro y las telefónicas, justificándose en un flasheo que hasta la fecha nadie sabe a ciencia cierta cómo es que funciona en la práctica,  siguen permitiendo que celulares robados sean parte del mercado.

Claro que hay que combatir la compra de esos aparatos y castigar a los responsables, así como a quien libera los mismos para que reciba chips de cualquier operador y en eso los ciudadanos y las autoridades tenemos una gran responsabilidad, pero también debemos demandar de nuestras operadoras hechos concretos que con voluntad permitan disminuir el mal.

Pero lo que más tristeza y rabia da es que como guatemaltecos somos una llamarada de tusa. Un día nuestra rabia quiere cambiar el mundo y horas después la indiferencia crónica nos hace acomodarnos a vivir como lo hacemos: al borde. Con esa actitud, no nos puede sorprender la Guatemala que tenemos en la que no hay transparencia, justicia ni, por encima de todo, deseo de cambiar las cosas.