La medicina «occidental» o «científica» que conocemos, tiene menos de tres siglos de existir. La utilización de plantas y animales como medicamentos continuó hasta mediados del Siglo XX cuando los avances tecnológicos permitieron aislar y replicar las moléculas encontradas en la naturaleza e incluso fabricar moléculas nuevas que no existían.
La historia del descubrimiento de medicamentos como la quinina, la aspirina, la digital, todas derivadas de plantas medicinales, se relaciona directamente con las prácticas «populares» que le concedían algún poder a las plantas que luego se estudiaron y replicaron.
Según se sabe aún tenemos mucho que aprender y la evidencia está a la vista.
En Guatemala, para 12 millones de habitantes tenemos menos de 12 mil médicos colegiados, lo que implica que la mayor parte de la población no tiene acceso alguno a sus servicios, si incluimos a todo el personal de salud que ha sido educado en el sistema «científico», la cobertura no se eleva y, por lo mismo, el Ministerio de Salud ha echado mano de personal «voluntario» que, en su mayoría no ha sido totalmente «adiestrado» en el sistema occidental, sino que, por el contrario, ha sido formado de la manera «tradicional» a través de la transmisión oral de conocimientos que no están estructurados y que vienen de más de cinco siglos de tradición.
Aunque muchas personas se refieren despectivamente a las plantas medicinales como «agí¼itas» en la práctica han mantenido viva a una población atacada por el hambre, la miseria y el desamparo.
Se convierte en una postura arrogante la que niega la validez de estas prácticas o las compara con brujería, tomando en cuenta que apenas hace un siglo se realizaban exorcismos para «sacar demonios» en pacientes que hoy, son fácilmente tratados con medicamentos.
El conocimiento de las prácticas tradicionales permite revalorizar aquellas que son valiosas y de las que podemos aprender, y limitar la práctica de otras que, como resultado del tiempo, se han tergiversado o cambiado hasta convertirse en prácticas potencialmente dañinas.
Detener el estudio de estas prácticas también detiene el conocimiento científico, nadie sabe si en la mente de algún Aj quij reside una cura que, como la quinina, ayudaría al mundo entero.
Despojar a un grupo de investigadores de su área de trabajo, evidencia el racismo que insiste en desvalorizar otros conocimientos que son tan o más valiosos que los «científicos».