A propósito del amor y la esperanza


Es inevitable quedarse sin palabras ante la historia triste y cruel de Cristy, que en pedazos de rompecabezas se va armando cada dí­a ante nuestros ojos. Más aún cuando la realidad estalla en la cara y nos recuerda que hay cientos de mujeres cuyas vidas han sido cegadas en medio de dolor y tristeza y lo que es peor: les ha tocado quién sabe durante cuánto tiempo resistir y sobrevivir, por ellas y por sus hijos, una cantidad indecible de violencia de todos los tipos. También es imposible no pensar en todas las mujeres y hombres cuyos crí­menes han quedado impunes bajo la excusa de la imposibilidad técnica o económica de resolverlos, cuando todos sabemos cuál es la verdad.

Ana Rocí­o González Urrutia/strong>

 


Desde pequeña la palabra impunidad ha resonado con fuerza en mis oí­dos, con tanta, que aún sin comprenderla, poco a poco se fue dimensionando hasta adquirir de pronto un tamaño tal, que cuando entré a la universidad me dolí­a el pecho de pensarla.

Aunque las circunstancias me llevaron a vivir fuera de mi lugar de nacimiento, Guatemala, el trabajo de mis padres me permití­a ver una realidad impactante que no era la misma que se viví­a en Costa Rica, paí­s donde me tocó crecer.

Sin embargo, mi tesina en la universidad la escribí­ sobre las vidas de los hombres y mujeres que vivieron y murieron de formas sencillamente impensables en lo profundo de la selva, en el llamado Triángulo Ixil, resistiendo una violencia indescriptible por parte del Ejército guatemalteco. Yo tuve en mis manos las cartas de esas madres que describen la muerte terrible de sus hijos y sus esposos, escuché entrevistas de hombres que narraban con impotencia cómo fueron testigos con manos atadas de la muerte espantosa de sus mujeres, de sus hijos, de sus madres, de sus hermanas… y continuaban en pie de lucha para desaparecer esa palabra, que se alimentaba como un monstruo y crecí­a a más no poder: impunidad.

Sin embargo, más allá del asco que me producí­a el pensar que hubiera seres humanos capaces de emplear su vida para producir tanta miseria, me concentré en hacer visibles a los héroes anónimos que a veces el dolor nos impide ver. En volver más reales y tangibles a todos esos hombres y mujeres comunes que habí­an tomado la decisión de ser distintos y de no permitir que el agobio de la rabia y de la impotencia los dejara sumidos en la misma miseria que la de sus verdugos. Empecé a descubrir que la esperanza que habitaba en los cuerpos de estas personas, se enraizaba en convicciones profundas de que el sueño de una Guatemala mejor era posible.

No olvidaré las hermosas fotos, que nunca supe quién tomó, que estaban en la entrada de la oficina de mi papá, donde la sonrisa sincera y las miradas llenas de fe de hombres y mujeres indí­genas, a pesar de tanto dolor, de tanta pobreza, me decí­an que la esperanza podí­a alimentarse más aún que la impunidad. Y vienen a mi mente en este momento que escribo, las sabias palabras de Facundo Cabral: una bomba hace más ruido, pero son más los abrazos y las caricias.

El caso de Cristy tiene también que ayudarnos a ver las cosas positivas, no puede sumirnos en el pozo profundo de la miseria y dejarnos allí­ con el espí­ritu anegado en lágrimas de rabia y dolor. No puedo imaginar siquiera cómo se siente Agelí­s su madre (mi tí­a segunda), o su hermana o su mejor amiga. Pero a pesar de la distancia hay algo que me une a ella que no me ha permitido dormir algunas noches y que me mantiene pendiente y en oración: su hija Marí­a Mercedes. Hay un ví­nculo entre Cristy y mi persona: supimos de la llegada de nuestras hijas cuando nos estábamos despidiendo de mi abuela Mercedes, mi Lela. En medio del dolor de la pérdida, nos llegaba a ambas una señal de continuidad, de esperanza, de amor, Cristo  inclusive nombró a su hija como mi abuela, yo la nombré Triana, que entre otras cosas quiere decir “guerrera”. Estas hijas tienen algo qué decirme y aunque ahorita no sabemos dónde está Marí­a Mercedes, sigo con mi vela encendida con la convicción de que todo tiene un propósito y que nos toca ser fuertes, alimentar la fe y hacer visibles todas las bendiciones que por la cotidianeidad quedan colocadas en la gaveta de las cosas que damos por sentadas. Me niego a llenar el corazón de miedos, de angustias, porque eso es victoria para la violencia, quiero pensar que el amor  y la esperanza son más grandes, y me obligo con todas mis fuerzas a creer.

Es interesante mirar cuántas personas se han unido a la causa de Cristy, aún sin conocerla y por motivos distintos, pero con un solo propósito: no permitir que continúe la impunidad. Esta fuerza rosa, sí­mbolo de la femineidad y del amor, curiosamente o por destino ligado al tema de graduación del colegio de la generación de Cristina, que se resume en no cerrar la boca ante la violencia, no debe quedarse en un grito rabioso contra la injusticia, porque entonces, estarí­amos de nuevo en el punto de inicio. La vida segada de esta prima, de esta hija, de esta madre, de esta amiga, de esta mujer desconocida, debe trascender y todos los involucrados tenemos la posibilidad de elegir de qué manera estas lágrimas que hoy derramamos pueden convertirse en un futuro mejor para nuestras familias.

Este femicidio nos deja lecciones dolorosamente  aprendidas desde hace décadas, pero que continúan dándonos en la cara un golpe con secuelas imborrables. Es tiempo pues de sacar la débil luz de la esperanza y empezar a alimentarla para que crezca mucho. ¿Cómo puede ser eso posible si sólo hay dolor? Ese dolor no debe extenderse, hay que  destruirlo con acciones, no sólo con pensamientos y palabras. Hay que advertir de las señales de violencia intrafamiliar, hay que educar desde la familia a nuestras hijas y a nuestros hijos, hay que enseñarles cómo se vive en familia y cuándo es tiempo de pedir ayuda si se necesita. Hay que ofrecer espacios de capacitación a las mujeres y a los hombres que crean que sí­ se puede vivir sin violencia y espacios de protección y seguridad para las mujeres o niños que están en riesgo.

De cada uno depende hacer crecer el amor y la esperanza, sí­ se puede, hay que estar convencidos que la impunidad puede desaparecer y, así­ como se han tomado muchas y diferentes acciones para evitar que este crimen quede en el olvido, hay que tomar también acciones de forma individual y colectiva para construir familias funcionales donde se cultiven relaciones apropiadas que nos faculten a nosotros y a nuestros hijos como seres humanos de bien, que luchen por una Guatemala  o por un paí­s mejor y por una patria más justa y más cálida, cualquiera que sea el lugar del mundo donde vivamos.

A propósito del amor y la esperanza es necesario rescatar las experiencias positivas de vida en familia que estoy segura tienen más de uno de los 15 mil integrantes de Voces por Cristina en el Facebook, para empezar a alimentar el corazón y permitir que la tristeza se diluya. A mi mamá y a Angelí­s les quiero decir que hoy abrazo a Triana con fuerza y que mi esposo, sentado aquí­ junto a mí­, me ha permitido ser mejor persona: hemos crecido juntos y estamos haciendo lo posible porque Triana sea una mujer de bien, una “guerrera” que no permita injusticias para sí­ misma, para su familia, que no dé cabida a la violencia de ningún tipo y cuya voz se una a esta marea rosa de Cristy, no como un grito, sino como una canción que lleve a otros el mensaje de que sí­ es posible.