Mi artículo de ayer, sobre los efectos que tiene la desnutrición y deficiente salud de los niños en la edad más temprana en el coeficiente intelectual, provocó algunas reacciones importantes. Por supuesto que no en la cantidad que se producen cuando se tratan temas de coyuntura que tienen que ver con personajes políticos, puesto que las cuestiones estructurales generalmente no llegan a despertar pasiones, salvo casos como el del señor Castañeda Lee que insiste en atribuir las deficiencias a cuestiones raciales y con un argumento francamente peregrino.
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Pero recibí dos correos interesantes sobre el tema. El primero del doctor Edgar Kestler, quien en 1986 participó en un estudio de la Organización Mundial de la Salud sobre los efectos de la malnutrición crónica en estado fetal que, precisamente, establecía justamente hace casi un cuarto de siglo las mismas conclusiones. Y eso tomando en cuenta que el estudio se refirió a personas que recibían cobertura del IGSS, lo que las colocaba en mejor condición de lo que ocurre con el resto de los guatemaltecos que no tienen ese tipo de beneficio.
El otro mensaje era de mi viejo amigo Víctor Hugo Godoy, quien me hace referencia al último informe del Desarrollo Humano para América Latina y el Caribe realizado por Naciones Unidas en el que se aborda de manera puntual el tema del impacto que tiene en la capacidad de alcanzar desarrollo el ser humano lo que le ocurra en materia de salud y alimentación en el principio de su vida, haciendo referencia a otra serie de estudios en los que se ha logrado demostrar que las pérdidas ocurridas durante ese período no se reponen y tienen influencia en la capacidad de aprendizaje y de productividad en el futuro, por lo que la desnutrición compromete las oportunidades de quienes padecen ese tipo de limitaciones o sufren enfermedades que afectan su desarrollo físico e intelectual.
Lo que pasa es que en Guatemala nos preocupamos por el tema cuando se exacerba el tema de la hambruna que periódicamente se manifiesta en algunos municipios, sobre todo de los que están en el llamado Corredor Seco. Pero no ponemos atención al drama cotidiano y constante que sufren cientos de miles de niños que no llegan a desfallecer ni a presentar los cuadros agudos y mortales del hambre, pero que jamás pueden recibir la cantidad de alimentos que se requieren para que se les pueda considerar bien nutridos.
Y como la gente que toma decisiones en el país generalmente está bien alimentada y sus hijos no sufren esa desnutrición crónica que no se manifiesta de manera aguda, el problema pasa inadvertido, pese a sus gravísimas consecuencias para el futuro porque, literalmente, hipoteca el futuro del país y de la sociedad.
Siempre habrá criterios que atribuyen el subdesarrollo social a deficiencias individuales que se atribuyen a cuestiones raciales, pero la evidencia científica es contundente en el sentido de que si no se asegura la alimentación en esa etapa crucial del desarrollo, el resultado será una población menos apta para aprender y también para producir al ritmo de las necesidades del mundo actual. Entender eso y asumirlo es el primer paso para que hablemos de resolver uno de los más serios problemas que presentamos como nación y al que se pone atención únicamente en casos de hambruna, pero no en los casos cotidianos que minan de manera silenciosa la capacidad de desarrollo humano de enormes segmentos de nuestra población.
Ponerle atención al tema de la desnutrición crónica sería, en verdad, el esfuerzo no sólo más solidario sino más visionario que podría hacerse en Guatemala. Lastimosamente como eso no genera votos, quedará como asignatura pendiente.