A los vulnerados en el alma


Para muchos el arma se llleva como el reloj, se luce todos los dí­as.

Julio Donis

Me reconozco vulnerado y temeroso por la muerte que ofrece esta metrópoli, que como un organismo vivo es capaz de matarte diariamente de formas abruptas o de forma paulatina. Cuerpos destrozados y violentados demuestran que la sociedad se consume a sí­ misma; vidas atracadas en situación de pobreza, vidas encarceladas por los propios valores, mujeres que consumen su vida inmersas en ciclos de violencia familiar; hombres que se desmoronan a pedacitos todos los dí­as enfrentando la muerte y la vida; jóvenes que deambulan en la oscuridad de la incertidumbre, buscando una luz que se desea alcanzar a cualquier precio. No somos capaces de encontrar humanidad y desechamos al anciano porque estorba, incomoda, sin asumir que es el destino de todos.


Estas ideas están hechas aguantando la respiración con el latido acelerado y sabor amargo de angustia, como la sensación que nos produce la violencia de un asalto o de un asesinato. Dichas sensaciones son cada vez efí­meras porque introyectamos la violencia con tal sutileza que leemos los muertos de cada dí­a junto a las ofertas de la semana y pasamos las páginas sin inmutarnos o sin querer asumir que como parte de este organismo vivo, somos una parte de un monstruo que se come por pedazos las partes que no le gustan.

Las calles tienen pocas sonrisas y muchas penas, muchas tristezas y muchas venganzas. Las avenidas conducen a la violencia extrema que deja cuerpos tirados, lacerados y vulnerados. En las esquinas chocan la inocencia y el desamparo con la impunidad y la prepotencia. Los callejones han sido despojados de su intimidad y han sido invadidos por abismos de locura e infierno. En las calzadas la velocidad de una sociedad de consumo, imposibilita a cada uno darse cuenta que otros humanos recorren por la misma ví­a. La gente le teme a la gente, la gente se reconoce en vitrinas y no en personas.

Lo mejor es alejarse, abstraerse, ensimismarse, para no despertar al monstruo. El miedo se apodera del vecino que desconfí­a de su propia sombra, le tocan a la puerta y nadie abre, no queda más espontaneidad en la calle para preguntar por la hora o por el lugar porque el que pregunta podrí­a lastimar.

La violencia distribuye una red de venas y arterias por las que circula el veneno que da muerte y no vida al tejido que envuelve al organismo social. Lo violento va por el aire y se convierte en lenguaje a través del cual percibimos la cotidianidad. El miedo es el resguardo de la violencia que paraliza, que imposibilita seguir adelante, que separa y que nos aleja. Una historia violenta es la que lastima desgarradoramente, y cuando toca el turno, sea secuestro, asalto, agresión, intimidación, corrupción, etc., la sorpresa es descubrir que siempre ha estado ahí­ bajo la superficie de todo lo que se ama.

Qué fauno dentro de esta metrópoli hace que temamos con pavor descomunal, aquellos lugares que antes fueron familiares; esquinas que fueron nuestras, hoy son del fauno y jamás se vuelve.

Me desconozco como habitante de esta urbe. Una dimensión paralela permite que los seres vulnerados deambulen comiendo su propia sensibilidad. La intolerancia se vuelve mecanismo reactivo, no se busca al que debe sino al que debe pagar. El entorno se arma, la mayorí­a es de fuego y se exhibe como alambradas eléctricas que nos protege el propio cuerpo; otras armaduras imponen también violencia como la prepotencia, el rechazo, el abandono, la dependencia, el chantaje, el olvido, el cinismo, la arrogancia, el clientelismo. Todos buscamos un escudo protector y una lanza que hiera de muerte, porque las calles son la arena en las que hay que vivir.

Para muchos el arma se carga como el reloj, se exhibe todos los dí­as. Un pueblo armado es un pueblo sin Estado, el desarrollo permite que un ciudadano armado sea una contradicción, pero cuando la ciudadaní­a se relativiza, la inseguridad se apodera de yo, y aflora la anulación o se encuba una bomba de tiempo que explotará inexorablemente.

Salir a la calle implica un silencio ensordecedor de diálogos ensimismados, aislados, culpables, compulsivos, reprimidos, lastimados. El entorno mantiene latente un choque permanente entre la prepotencia y el cinismo. La aspiración es imponer la voluntad por la fuerza porque el riesgo es la vergí¼enza insoportable y vulneradora de la estima que es baja.

La violencia es el veneno vital de las urbes para mantener un equilibrio desequilibrado de las almas que conversan consigo mismo, lo media todo, desde las relaciones de poder hasta las afectividades. Atenúa la emoción e implanta el gen de su propia reproducción para garantizar una historia violenta que se vuelve oficial.

«Salir a la calle implica un silencio ensordecedor de diálogos ensimismados, aislados, culpables, compulsivos, reprimidos, lastimados»

Julio Donis

Sociólogo