Viendo el panorama nacional y la forma en que a la opinión pública le vale gorro todo el tema de la corrupción, es obligado preguntarse si no será que es uno el equivocado y que en este mundo y en estas fechas, como dice algún columnista, no importa tanto la corrupción si se hacen obras que tarde o temprano terminan salpicando con algún beneficio a la población. Porque la verdad es que la podredumbre no es un vicio exclusivo de políticos o de empresarios que se enriquecen haciendo negocios con el Estado, sino que se manifiesta en las actividades particulares en forma cotidiana y constante.
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Abundan los casos para ejemplificar lo dicho. Desde el encargado de Compras de una empresa que recibe comisiones de los proveedores hasta el Jefe de Personal que se parte con los trabajadores el producto de las horas extra reportadas. El piloto que le roba gasolina al empleador no se diferencia mucho del abogado que trafica influencias o el notario que da fe de hechos que son falsos. No digamos el ingeniero que construye con materiales de ínfima calidad para incrementar sus ganancias o el farmacéutico que vende drogas controladas sin necesidad de receta.
Los laboratorios o centros radiológicos que pagan puntualmente comisión a los médicos que les hacen referencias, sabiendo que abundan los médicos inescrupulosos que ordenan exámenes innecesarios a sus pacientes con tal de que a fin de mes no baje la cuenta de lo que les abonan las empresas de diagnóstico. El maestro que cobra puntualmente su sueldo y que no asiste a impartir sus clases o que no se toma la molestia de prepararlas adecuadamente compite en irresponsable corrupción con el periodista que vende su pluma o el editor que recibe dinero para que cierta noticia sea publicada y otra se deje de publicar.
Para donde uno voltea a ver encuentra demasiadas muestras de corrupción, de que las cosas no caminan en forma derecha y que quien se quiere mantener dentro de parámetros obsoletos y anticuados de honestidad y corrección, está en notoria desventaja porque el mercado, la competencia, se nutre de prácticas que antaño eran consideradas indecentes, pero que ahora son la cosa más normal del mundo porque la premisa fundamental es que no importa para nada el “cómo” sino que el éxito se mide en el “cuánto” a la hora de medir utilidades.
Antes se pensaba que el premio del honesto era vivir y dormir con la conciencia tranquila, pero hoy en día estoy seguro que la conciencia no le remuerde a quien hace un negocio ilícito, al que se embolsa una comisión consecuencia de haber obligado al paciente a realizarse costosos exámenes sin ninguna necesidad o al periodista que silencia un hecho a cambio de una jugosa fafa. Si acaso, les remuerde la conciencia cuando no logran hacer el negocio y cuando dejan pasar la oportunidad de ganarse unos centavos adicionales porque los parámetros de hoy están totalmente trastocados.
Tanto que es lógico y necesario preguntarse si un padre de familia que inculca a sus hijos los valores de la honestidad, del sentido de la responsabilidad ética y de viejadas como la solidaridad o el amor a la patria no está formándolos en condiciones muy desventajosas en un mundo en el que lo que cuenta es la velocidad para hacer pisto a como dé lugar. Allí tenemos hoy a los más prestigiosos y destacados empresarios defendiendo un trinquete como el del puerto bajo el argumento de que el país necesita modernizar sus puertos, aunque sea con corrupción. Y es que, como dice el columnista, no importa que una hidroeléctrica se negocie bajo la mesa, porque lo que cuenta es que tarde o temprano la gente se va a beneficiar con el negocio. ¿Cinismo o descaro? Sepa Dios cuál es la respuesta.