La semana pasada, científicos de la Universidad de Michigan, Estados Unidos presentaron un estudio realizado en el cual prevén que para el año 2100 la atmósfera se quedará sin oxígeno, como resultado del constante aumento de la temperatura global en nuestro planeta. Lo anterior tendría implicaciones catastróficas tanto en la vida marina como en la terrestre.
Por su parte, el Banco Mundial (BM) estima que para 2050, el mundo tendrá que alimentar a 3 mil millones más de personas que en la actualidad. En América Latina y el Caribe, para el 2020, habrá un déficit de agua para 77 millones de personas, y las principales selvas tropicales de la región estarían en riesgo de convertirse en extensas sabanas.
Producto de los elevados índices de crecimiento económico, aumentará la población con altos ingresos, lo cual incrementará la demanda de proteínas en su dieta mediante el consumo de carne. Este mecanismo de obtención de proteínas utiliza grandes cantidades de agua, puesto que, según la FAO, se necesitan 68 mil litros de agua para producir una libra de carne, aspecto que toma relevancia cuando se estima que en 38 años la demanda del líquido vital se duplicará y su oferta disminuirá en un 50%.
Esta crisis ambiental presenta alta correlación con el calentamiento global y el cambio climático. Las cifras anteriores son a nivel regional o mundial; por lo tanto, es necesario preguntarse: ¿qué puede esperar Guatemala?, país que se encuentra con grandes rezagos a todo nivel en la actualidad.
Según el BM, los países en desarrollo –como Guatemala– absorberán el 80% de los costos derivados del calentamiento global, y, en contraparte, a los países desarrollados –generadores del 75% de emisiones de CO2–, solo les impactará el 20% restante. A esto debe sumarse que Guatemala ocupa el cuarto lugar en la lista de países con mayor vulnerabilidad ante los desastres naturales.
Muchos pensarán que es muy apresurado meditar, estimar o analizar lo que ocurrirá en diez, treinta u ochenta años; pero los resultados están a la vista. Basta con dar una mirada al número de víctimas mortales que han dejado las tormentas tropicales en los últimos quince años, o las hambrunas que se padecen en distintas partes de la república, entre otros problemas asociados.
En este contexto, se visualiza difícil que Guatemala –un país pequeño y con poca injerencia en las decisiones mundiales– influya en la aplicación de políticas que reduzcan las emisiones de CO2 a nivel global. Pero a nivel local es posible alcanzar algunas metas, que nos tracemos como proyectos de nación, y que mitiguen en cierta medida los efectos que avizoran en un futuro no tan lejano.
En nuestro país es remoto pensar en la aplicación de impuestos por la generación de desechos sólidos o líquidos; peor aun, imaginarse en penalizar económicamente la emisión CO2, o la aplicación de una Ley de aguas, que contemple los costos ambientales en su tarifa. La finalidad no es sólo gravar el consumo de productos contaminantes ni la destrucción de empresas, tampoco sacrificar los niveles de crecimiento, sino regular el sistema con el objetivo de invertir correctamente los fondos que se recauden, para mitigar el sin fin de problemas que se avecinan.
Por el contrario, en Guatemala existe una tendencia hacia el “libre mercado”. Los defensores de esta teoría aseguran que el “sistema de precios”, característica fundamental de esta doctrina, es su gran aporte para mantener los stocks de recursos naturales, cuya escasez elevará el precio, y, por lo tanto se preservará los mismos. Pero es aquí donde me surge la pregunta: ¿cuándo nos conducirá el sistema de precios a la conservación de los recursos naturales en Guatemala y el mundo?