La próxima semana estaremos ya con nuevos gobernantes, y las expectativas generales siempre se elevan, aunque sea en una mínima parte, esperando algún cambio sustantivo para nuestras vidas. Sin embargo, quisiera recordar que el principal problema de nuestro país es la impunidad, y que ésta, al ser tan rampante, hace proliferar la violencia y la corrupción.
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A mi entender, ni los gobernantes, ni los diputados, ni los magistrados (pasados, presentes y futuros) han comprendido plenamente el concepto de justicia, y en general se han conformado con igualarla semánticamente con el concepto de legalidad.
Debido a la necesidad de hacer un sistema objetivo en cuanto a la justicia, las sociedades se han visto en la obligación de regular este tema a través de las leyes. Y es que habrá que recordar (o imaginar) cómo resolvieron este tema antiguos gobernantes en todo el mundo.
Quizá el caso más recordado será la anécdota del Rey Salomón, quien quizá en una polémica decisión, ordenó cortar por la mitad a un niño, ante las quejas de dos mujeres que aseguraban ser la madre del infante. Obviamente, el monarca no pretendía matar al bebé, pero en una decisión poco objetiva, finalmente hizo justicia.
Miguel de Cervantes Saavedra, en “El Quijote†ofrece otra lección de justicia poco ortodoxa, cuando Sancho Panza, siendo gobernador de la “ínsula de Baratariaâ€, resuelve un caso difícil.
Le plantean el caso de un puente, que en cuyo extremo hay una horca. Unos guardias en el otro extremo cuestionan a los peatones a dónde va: si dice la verdad, lo dejan pasar, pero si miente, le dan muerte en la horca. Uno de los peatones, al ser interpelado, respondió que cruzaría el puente para morir en la horca.
La duda estaba en que si decía la verdad, no podía morir; pero si no moría en la horca, entonces estaba mintiendo. Al ser consultado Sancho Panza, él recordó una enseñanza de don Quijote: “Cuando la justicia esté en duda, decántate y acógete a la misericordiaâ€. Entonces ordenó que al hombre lo dejaran pasar libremente, sin que tuviera que morir.
Estas dos decisiones fueron justas, a pesar de que no fueron legales. Ahora bien, retornando a nuestra impune realidad, observamos constantemente en los juzgados cómo las víctimas usualmente salen decepcionadas porque finalmente no encuentran justicia. Muchas veces, basados en un “respeto del estado de Derecho y legalidadâ€, los abogados defensores usualmente logran entrampar los procesos, alegando que se debe “respetar el debido proceso†y no sé cuántas artimañas más.
Y los jueces han demostrado que tienen atrofiado el sentido de “hacer justicia†y se basan en demostrar que conocen de leyes y que saben cuál es la pena máxima y mínima de cada caso, y se contentan con resolver menos del diez por ciento de los crímenes que llegan a Tribunales.
Las sentencias parecen incompatibles. A un político corrupto que roba millones de quetzales, puede permanecer en libertad pagando de fianza una mínima parte de lo que robó. ¿Es esto justo? Mientras que un pobre ladrón, que robó menos de cien quetzales, pasa meses bajo la sombra, hasta que el juez determina que la investigación carece de pruebas, y lo deja libre, pasando unas cuantas semanas más en la prisión mientras se termina el papeleo.
Lo que nos falta muchas veces son criterios para establecer sistemas de justicia, pero ello no es cuestión sólo de los jueces, que se ven con manos atadas por un sistema legal que no crearon ellos, sino los diputados. Sin embargo, los ejemplos de Salomón y Sancho Panza nos demuestran que impartir justicia también tiene criterios de subjetividad.
A grandes rasgos, considero que el sistema legal de justicia debería tener dos transformaciones enormes, y consisten en propiciar las penas más duras para casos de corrupción y de extrema violencia, que son los que más nos entorpecen el desarrollo.
En China, por ejemplo, cualquier acto de corrupción, por mínimo que sea, merece la pena de muerte. Claro está, que yo no pretendo que seamos tan extremos para impartir la condena capital a los corruptos, porque yo no creo en la pena de muerte. Pero sí creo que los corruptos deben pasar el resto de sus vidas en la cárcel, porque desviar, malversar o simplemente robar millones de quetzales, significa que miles de guatemaltecos puedan morir por desnutrición, inseguridad, pobreza o enfermedad común, al no tener recursos el Estado.
Por otra parte, las penas deberían ser ejemplares en los casos de extrema violencia, como los asesinatos premeditados, el sicariato común, las extorsiones, los secuestros, las violaciones sexuales, violencia intrafamiliar y la trata de personas, porque estos delitos han proliferado por la impunidad en Guatemala.
En ambos casos, los corruptos y los violentos extremos no deberían tener medidas sustitutivas, y los jueces deberían tener la mínima consideración, sobre todo con los primeros, que usualmente se tapan con la chamarra de las influencias y la inmunidad política.