Narratividades centroamericanas y decolonialidad: ¿Cuáles son las novedades en la literatura de posguerra? (segunda parte)


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Al momento de querer particularizar descubrimos que muchos pensadores de la colonialidad del poder no salen de grandes generalidades. Apenas esbozan enfoques macro-históricos, temporalidad espesas, de manera análoga a lo denominado “gran tiempo” por Bakhtin. En este sentido sus contribuciones son limitadas. Por ello al explorar detalles más concretos es necesario moverse en otra dirección para contemplar las posibles experiencias operando en Centroamérica durante este medio siglo. En “¿Qué es la ilustración?,” Foucault se apoya en Baudelaire para problematizar la llamada “actitud de la modernidad.” El pensador francés afirma:

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POR ARTURO ARIAS

Con “actitud” quiero decir un modo de relación con y frente a la actualidad; una escogencia voluntaria que algunos hacen; en suma, una manera de pensar y de sentir, una manera, también, de actuar y de conducirse que marca una relación de pertenencia y, simultáneamente, se presenta a sí­ misma como una tarea. Un poco, sin duda, como aquello que los antiguos griegos denominaban un “ethos”.

Agrega un poco más adelante que “se caracteriza a la modernidad por… una ruptura con la tradición, sentimiento de la novedad, vértigo de lo que ocurre.” Citando a Baudelaire amplifica su definición de “actitud” agregando que, para el poeta francés, la modernidad “es la actitud que permite aprehender lo que hay de ‘heroico’ en el momento presente… es una voluntad de “hacer heroico” [héroí¯ser] el presente…. Para la actitud de modernidad, el alto valor que tiene el presente es… imaginarlo de modo distinto a lo que es…”

Por lo tanto la estética moderna de Baudelaire le exige al individuo tanto una reflexión crí­tica sobre su propia época o perí­odo histórico como sobre sus maneras individuales de ser. Lo anterior apunta en dirección tanto de la polí­tica como de la ética. Pensando en América Central, este modelo inmediatamente evoca las agrupaciones de escritores apareciendo por vez primera en la escena pública a partir de la segunda mitad de los 1940s, tales como el Grupo Saker-Ti en Guatemala, la Generación Comprometida en El Salvador hacia la mitad de los 1950s, y el Grupo Ventana, posteriormente reagrupado en torno al Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) y la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) de los 1960s, el cual incluyó escritores como Sergio Ramí­rez, Carmen Naranjo y Samuel Rovinski entre otros. Podrí­amos incluso agregar el Grupo Nuevo Signo de la segunda mitad de los 1960s en Guatemala.

Al ubicar la producción narrativa centroamericana en este contexto podemos ver de manera subyacente cómo los rasgos foucauldianos de la modernidad visualizados por su lectura de Baudelaire se manifestaron en estos grupos de una manera que no habí­a estado presente en la producción literaria centroamericana anterior a la segunda guerra mundial, con alguna que otra excepción individual.  Podrí­amos incorporar también al Movimiento de Vanguardia de Nicaragua como excepción grupal a lo afirmado.  Si bien estuvo compuesto por poetas de extrema derecha de los 1930s ganando prominencia con la llegada de la dictadura de Somoza, encontramos en ellos algunos de los objetivos del sujeto moderno baudelaireano, pese a no fusionan el cultivo y la transformación del ser con su producción estética.  Estos poetas nicaragí¼enses se aproximan más al modelo del dandy baudelaireano, manifestación de inactividad social y libertad no utilitaria, que los movimientos posteriores a la segunda guerra mundial: Saker-Ti, la generación comprometida, el Grupo Ventana o el Grupo Nuevo Signo, quienes—por el momento histórico en el cual surgieron—giraron hacia la noción de literatura comprometida. Con estos últimos vemos la transformación de la noción de libertad no utilitaria dedicada al culto del yo hacia el culto de lo social. Sin embargo la personificación estética del ser no desapareció del todo en esta segunda etapa. En ambas el yo constituye una personificación de originalidad, sea ésta una existencia original como sujeto bohemio o bien, en el segundo caso, como sujeto polí­ticamente comprometido. En ambas circunstancias su producción literaria es urbana cosmopolita, siguiendo las pautas de la “ciudad letrada.” Diario de una multitud (1974) de Carmen Naranjo salta a la mente de inmediato al leerse esas lí­neas.

Lo denominado por Foucault una belleza rara y estrambótica, discontinua y fugaz, aparece en la producción literaria centroamericana por lo menos desde La ruta de su evasión (1949) de Yolanda Oreamuno. Este momento histórico nos ofrece un espacio para las diferencias y las rupturas, desde el naciente feminismo intuitivo de Oreamuno (1916-1956) hasta la reconceptualización de la indigeneidad desde una perspectiva ladina tanto en Hombres de maí­z (1949) de Asturias como en las destacadas novelas de Monteforte Toledo del mismo perí­odo, Entre la tierra y la cruz (1948) y Donde acaban los caminos (1952). De allí­ germinan las textualidades altamente desarrolladas que aparecerán en los 1960s y 1970s con el mini-boom centroamericano. En todas estas narratividades los logros artí­sticos dependen de la innovación individual en el lenguaje y de sus modos de representación a nivel formal. Al mismo tiempo, e independientemente de sus grados de compromiso polí­tico, ninguno de estos escritores y escritoras renuncia a la actitud especí­ficamente moderna de convertir su cuerpo, pasiones, comportamiento y existencia en obra de arte. Todos y todas son bohemios y bohemias primero, militantes después. El sujeto bohemio, en términos foucauldianos, se da cuenta de los lí­mites históricos en los cuales se encuentra, pero trata de inventarse a sí­ mismo como gesto transgresivo dirigido en contra de estos mismos lí­mites. Ciertamente todos los escritores y escritoras del istmo operando en este gran perí­odo histórico encajan en esta última categorí­a.

Quizás el mejor ejemplo de estas representaciones durante el mini-boom centroamericano lo constituya Pobrecito poeta que era yo… (1976) de Roque Dalton. Como bien saben quienes han leí­do esta magní­fica y compleja novela, el texto representa la construcción de las subjetividades de un grupo de jóvenes escritores en 1960 y sus intentos fracasados por constituirse a sí­ mismos como revolucionarios.

Si existe alguna diferencia entre la estética moderna del yo y el modelo creado por Dalton, ésta se localizarí­a en el hecho de que en el caso del escritor salvadoreño, sus poetas viven en lo llamado por Agamben un “estado de excepción.”  La naturaleza de un Estado fuera de la ley es traumática, pero posibilita también el privilegio de ciertas formas de conocimiento sobre otras, así­ como el reconocimiento de ciertas voces oposicionales, aun si son reprimidas. La naturaleza del “Estado canalla,” lo que los estadounidenses denominan un “rogue state,” también impone la transformación de la bohemia por la del escritor comprometido, lo denominado por la poeta guatemalteca Ana Marí­a Rodas la “izquierda erótica” en los 1970s. Esto explicarí­a por qué los poetas representados en el texto de Dalton así­ como la generalidad de escritores de los 1960s y 1970s, en vez de dedicarse sólo a pasiones inútiles o bien a placeres extremos como cualquier escritor bohemio, y como dictarí­a su propio comportamiento tal y como el mismo es representado en el texto de Dalton, ejercen la voluntad de transformarse en sujetos revolucionarios. La fuente de esta tensión proviene del choque de su identificación entre la estética de la modernidad, hecho no cuestionado por ninguno de ellos ni en el texto ni en la vida real, y el ethos militante desplazando la estética del centro de sus vidas.

Bien adentrados en los parámetros de la modernidad, los personajes de Dalton en Pobrecito poeta que era yo… luchan con el significado de la identidad nacional. El autor deconstruye con ironí­a corrosiva la estructura solemne y sentimental de pensamiento definiendo la articulación discursiva de cierto complejo de inferioridad de naturaleza identitaria:

–…Lo que en el fondo ya quiero decir es que se vayan mucho al infierno todos los gerifaltes de las generaciones anteriores a nosotros, que huelen a jocote de corona o a camándula de vieja de puros viejitos pací­ficos, seráficos… dundos, lorocos, terengos, guaguacetes, tarailos, bembos, pentágonos…. Exceptuando, claro está, a don Chico Herrera Velado, que éste si no tení­a lombrices de tierra en la lengua y era honrado con su verba a carta cabal y con su pluma ya no se diga, y por eso se volvió viejito prohibido, cieguito abandonado, exiliado al haz del volcán de Izalco. (140)

Sin embargo este complejo permanece enraizado en los poetas representados en la novela. Se sienten engañados y responden con herido orgullo machista a los desaires que les parece recibir por doquier, perdiéndose en falsas alternativas de romanticismo, vanguardismo y criollismo como ya lo señaló Ileana Rodrí­guez (380).

El texto narrativo parodia una gran multitud de estilos modernos. Son reconstituidos en la novela tan solo para ser deconstruidos inmediatamente. El objetivo de este continuo proceso es el de cuestionar los lí­mites de la subjetividad como una ética del ser. En este contexto los poetas piensan, re-piensan y se pelean en torno a las variadas nociones estéticas del proceso creativo mientras se encuentran todos ellos aunados dentro de los parámetros de cierto marxismo intuido mucho más que conocido. En este contexto la estética se transforma en un proceso por medio del cual los poetas se van entendiendo a sí­ mismos como sujetos. Ser “pobrecito” implica ser marginal a la modernidad cosmopolita genéricamente comprendida. Los poetas están bastante desfamiliarizados con la misma debido a su parroquialismo. Para ellos se trata de una lucha entre variadas instrumentalizaciones morales del sujeto. Fracasan todas en el proceso de extraerlos de su mundo cerrado, dogmático, monológico. Aspiran a una experiencia-lí­mite transformadora para ser arrancados no sólo de su percibida marginalidad sino también metamorfoseados en guerreros guevaristas sin sufrir en carne propia el dolor de la mentada transformación. Pero son incapaces de entender cómo hacerlo. En ese contexto la figura fantasmática de Otto René Castillo, el poeta guerrillero guatemalteco, aparece como emblemática de todo eso a lo cual aspiran pero son incapaces de alcanzar. Castillo es claramente discernible en algunos diálogos del capí­tulo denominado “El Party,” con esa connotación alienante del término en inglés. Pero fuera del mencionado capí­tulo su figura no está realmente presente en el texto, si bien todos los poetas se refieren a él o bien lo citan en algún momento. Permanece en el texto como el significante fantasmático de esa conceptualización imaginaria del sujeto revolucionario ideal. Asimismo, el tropo de Castillo sirve para recordar el destino de todo poeta metido en verdad a revolucionario: la muerte. Castillo es un referente del inalcanzable idealismo esencializado oscureciendo la fetichizada búsqueda de los poetas.

Anuncia ya la gradual muerte del sujeto revolucionario. Prefigura el rasgo anti-humanista del neoliberalismo, en la cual el sujeto que intentó auto-concebirse en función de parámetros revolucionarios occidentalistas comienza a desaparecer conforme la máquina de representación que conceptualizó tal maquinaria va desapareciendo a su vez. En el curso de la novela, ese modelo de subjetividad ya va siendo desautorizado, perdiendo agenciamiento como creador de sentido. Evoca lo que dijo Fredric Jameson de ser, “el fin de la mónada, del ego o del individuo autónomo burgués,” caracterizado por “una subjetividad fuertemente centrada, en el perí­odo del capitalismo clásico y la familia nuclear,” el cual “se ha disuelto en el mundo de la burocracia administrativa,” arrastrando consigo en esta disolución “las psicopatologí­as de este yo” y esa “soledad sin ventanas de la mónada encerrada en vida y sentenciada en la celda de una prisión sin salida,” la de su propia autosuficiencia.