¿Qué esperar del Presidente de la República?


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Un primer error que, como ciudadanos, podemos cometer los guatemaltecos, es creer que el Presidente de la República es un iluminado profeta, que tiene la responsabilidad única del destino de todo un pueblo. Un segundo error es creer que está dotado de un poder absoluto, con el cual puede resolver todos los problemas del paí­s. Un tercer error es creer que tiene la misión de corregir súbitamente los males que la sociedad ha acumulado durante siglos. Un cuarto error es creer que puede multiplicar la riqueza nacional, y hasta repartirla justamente y eliminar la pobreza. Un quinto error es creer que puede ser un ilimitado benefactor popular.

Luis Enrique Pérez

 


El Presidente de la República no es un iluminado profeta que ha de ser responsable de nuestro destino nacional. No es un ser omnipotente que ha de resolver todos nuestros problemas. No es un redentor que ha de liberarnos de los males que tradicionalmente ha sufrido nuestra sociedad. No es un creador de riqueza. No es un inagotable filántropo que ha de convertir en ricos a todos los pobres. Es únicamente el ciudadano a quien hemos elegido para ser la suprema autoridad de uno de los tres organismos del Estado: el Organismo Ejecutivo; y por ser tal autoridad, es Presidente de la República, y representa “la unidad nacional.
   
    Debemos esperar del Presidente de la República que, como ciudadano, se someta a las leyes del Estado, y jamás pretenda ejercer un abusivo señorí­o extra-legal; que, como ser moral, propenda voluntariamente al bien, aún si la imperfección de la ley le permite propender impunemente al mal; que, como ser racional, sus decisiones, actos y obras sean producto del sentido común, y no producto de alguna asombrosa superdotación mental, o de alguna milagrosa genialidad; que, como ser económico, sólo obtenga el beneficio que la ley le otorga; y que, como funcionario gubernamental dotado de la mayor autoridad y del mayor poder que el Estado le otorga a un solo ciudadano, cumpla idóneamente y únicamente las funciones públicas que la ley le asigna.
   
    Un Presidente de la República que se somete a la ley, y que propende al bien, y que actúa con sentido común, y que cumple las funciones que la ley le asigna, contribuye al progreso de la nación, tan sólo porque no provoca la destructiva ilusión de que el Estado le procurará, a cada ciudadano, un bien privado que sólo el ciudadano mismo debe lí­citamente procurarse. Purificado de esa maléfica ilusión, el ciudadano confiará sólo en sus más preciosas potencias para procurar (lí­citamente, insisto) su propio bien, ya con su capital, ya con su trabajo.
   
    La errónea creencia en que  el Presidente de la República es iluminado profeta, o gobernante omnipotente, o salví­fico redentor, o mágico creador de progreso económico, y fecundí­simo filántropo, es producto de una errónea creencia original subyacente. Es la creencia en que él posee, no precisamente el único poder que la ley le confiere, sino algún misterioso poder divino. Es una creencia propicia para que el pueblo sea, no pueblo soberano sino siervo miserable. No pueblo responsable de su propio bien sino obediente rebaño sometido a la decisión del divinizado pastor. No pueblo libre sino pueblo esclavo de sus propios gobernantes.
   
    Post scriptum. El Presidente de la República no decreta leyes. ¿Acaso es legislador? No emite veredictos judiciales. ¿Acaso es juez? En calidad de Presidente del Organismo Ejecutivo, una función esencial que le compete es obligar a que la ley se cumpla. Si obliga a cumplirla (y él mismo la cumple), ejecuta el mejor programa de gobierno.