Muere el í­cono del café Leopold Hawelka


Faran_3

Andy Warhol pasó alguna vez por una taza de su café, igual que las princesas, los pobres, los dramaturgos, los poetas y miles de clientes anónimos cuya visita a Viena era inimaginable sin una taza caliente servida por ese pequeño hombre con una sonrisa eterna.

Por GEORGE JAHN VIENA / Agencia AP

En esta ciudad con más de mil 900 cafeterí­as, Leopold Hawelka era un í­cono, casi tanto como el Café Hawelka y sus mesas, marcadas por cigarros, con sus tapas desgastadas por los codos de cuatro generaciones. Le serví­a a los turistas, a los ricos, a los famosos y a los más necesitados: las masas de vieneses empobrecidos que atiborraban su establecimiento para escapar del frí­o de la ciudad bombardeada tras la Segunda Guerra Mundial.

La hija de Hawelka, Herta, dijo que murió mientras dormí­a y «sin dolor», hoy a los 100 años, dejando un legado tan í­ntimamente ligado a la ciudad como sus palacios o sus colecciones de arte impresionantes.

El Café Hawelka nunca fue lujoso. Mientras que las reconstrucciones costosas hacen que otros cafés pierdan su encanto, el Hawelka se volví­a cada vez más bonito con cada capa de pátina que se le puso durante más de 70 años de existencia humilde en los que tuvo pocos cambios desde los dí­as de la posguerra.

Las charolitas plateadas en las que temblaban las tazas de café servidas por meseros vestidos de blanco y negro, e incluso los ceniceros sobrevivieron al paso del tiempo. Aunque el personal terminó por retirar los ceniceros en los últimos años y no por las leyes contra el humo de Viena sino por orden de Hawelka, que se mantení­a vigilante desde su sillón en la parte trasera del café.

A pesar de que sus visitas eran cada vez más raras, cuando se acercaba a los 100 años, Hawelka se aseguraba de dejar en claro quién estaba al mando.

«Sigue siendo nuestro director general», dijo su nieto Michael Hawelka este año. «Cuando está aquí­ es el jefe».

La ministra de cultura austriaca Claudia Schmied lo describió hoy como «una leyenda de la cultura del café».

Hijo de un zapatero, Hawelka abrió la cafeterí­a en 1938, pero tuvo que cerrarla un año después cuando lo reclutó el Ejército de Hitler. Sobrevivió al letal frente soviético y reabrió el negocio en 1945, para recibir a una clientela hambrienta y frí­a.

«Tan pronto como vieron que salí­a humo de la estufa entraron», dijo Hawelka en una entrevista del 2001. «Era un signo de que nosotros, por lo menos, tení­amos calidez. Algunos de ellos se sentaban todo el dí­a frente a un vaso de agua para poder sentir calor».

En medio de las máquinas de expresos y las pláticas en las mesas, Hawelka recordaba levantarse antes del amanecer, caminar por dos horas a los bosques y regresar con un saco lleno de madera para mantener la estufa prendida.

La penuria era tal que los Hawelka tení­an que contrabandear cigarros en esos dí­as, mientras que recordaban que con los tí­tulos y las posesiones perdidas, el prí­ncipe de Liechtenstein y otros miembros de la realeza austriaca daban audiencia en el Café Hawelka y vendí­an todo lo que habí­an podido ocultar, alfombras, pinturas y lo que los nazis y los soviéticos no se llevaron.

Hasta la muerte de su esposa, a los 91 años en 2005, la pareja trabajaba hasta 14 horas al dí­a. El abrí­a temprano y ella cerraba a las 2:00 a.m., después se poní­a a leer hasta el amanecer.

Aunque sus familiares (la pareja tuvo dos hijos) se hicieron cargo del negocio en los últimos años, Hawelka solí­a no dejaba de ir al café. Para su centésimo cumpleaños estaba demasiado débil como para ir a su fiesta el 11 de abril del 2011, pero colocaron un retrato de él sonriendo sobre su sillón para recordarles a los clientes su compromiso con su bienestar.

En esa fecha los viejos clientes recordaron el lugar especial que tení­a el Café Hawelka en sus corazones.

«Era mis sala cuando estaba en Viena», dijo Robert de Clercq, un holandés de 75 años que conoció por primera vez a Hawelka hace 42 años.