Aprovecho estos días de modorra para compartir resumidamente con mis contados lectores que no son usuarios de Internet, un regocijante correo que recibí recientemente, con algunas modificaciones. No es original mío, pues.
Nos invitaron con mi mujer a un convivio navideño exclusivo para mayores de 65 años de edad, en un hotel. -No tengo idea que ponerme –le dije a mi mujer._ ¿Vos no tenés idea? ¿Y yo? La última vez que fuimos a una fiesta de gala fue hace 10 años.
Como había que ir bien entacuchados y faltaban varios días para el convivio nos empezamos a probar trajes, camisas, vestidos, blusas, pantalones y zapatos. Todo nos quedaba estrecho y no se podía abotonar. Lo que no nos ajustaba la panza, nos estrangulaba el cuello. Los zapatos nos comprimían los dedos. Para mi mujer, los zapatos altos eran un suplicio.
Le dije -Vos vestite en el baño y cuando ya estés lista me avisás. Yo me vestiré en el cuarto. Para taparme el monumento al ombligo probé con un abrigo que tiene un cinturón ancho. No me convenció mucho, pero era lo más decoroso que tenía a mano. Luego intenté con el pantalón del traje, a sabiendas que demandaría esfuerzo supremo. Subir, subió. Pero los ganchitos que lo tenían que cerrar ni siquiera se conocieron. Usé el cincho, pero antes le hice un agujerito en la puntita. Ajusté todo lo que pude y cerró. Me costaba respirar.
Seguí con los zapatos. Agacharme para calzarlos fue titánico. Transpirando lo logré, pero atar los cordones lo dejé para después. El asunto fue enderezarme. No fue fácil, pero al cabo de varios minutos pude hacerlo. Mi mujer salió del baño. Nos miramos. A ella se le salían las lágrimas. No nos podíamos mover ni caminar. Teníamos que llevar al sastre y a la modista la ropa que nos probamos. Habría que agregarle, cortarle, ponerle o sacarle. Cuando llegó la noche del convivio éramos otra cosa, nos movíamos con cierta gracia y probamos agacharnos una sola vez e hicimos como que bailábamos para saber de antemano si algo se rompiera, despegara o se descosiera. Quedamos conformes.
Llegamos al salón del hotel donde se realizaría la fiesta. Observamos que todos los invitados respiraban sudorosos. Nos indicaron que nos sirviéramos el bufé. Había carne de res, de pollo, de cerdo. Pescado, mariscos y ensaladas. Los 200 comensales bien apretaditos y de pie sosteníamos un plato con una mano, el tenedor y la copa de licor con la otra y saludábamos a los amigos con la cabeza y a las mujeres con besos en las mejillas, pero el desparramo de salsas fue inevitable. Mi traje lo mancharon tres veces. Una con sala roja, la otra con aroma a ajillo y la otra con crema espesa.
Después nos sentaron alrededor de una mesa grande con otras personas. En voz baja le pregunté a mi mujer:-¿Quién es el viejito que está al lado mío? Hace 10 minutos que estoy platicando con él y no me acuerdo dónde lo conocí.-Es Samy, fueron compañeros en la secundaria y es tu actual barbero.
Enfrente de nosotros estaba Orlando con su esposa que se había puesto toda la pintura que encontró en su casa. Se me acercó y me susurró: -¿Te acordás de Graciela de la que todos estábamos enamorados en la facultad. Mirala que está bailando con su marido. Conseguí ver a una señora mayor, entrada en años, pero mucho más en nalgas y poco esposo. –No lo veo a él –le dije a Orlando-; debe estar bailando atrás de la gorda culona, me dijo.
Con Orlando fuimos juntos al sanitario. Mi mujer me dijo: -Llevate el celular por las dudas y este papelito con el número de la mesa en que estamos. Ya afuera vimos a Emilio que hablaba con un mesero, le mostraba la invitación y le preguntaba dónde quedaba el salón del convivio. La fiesta estaba alegrísima y a eso de la medianoche nos tomaron la presión a todos. Un enfermero atendía a los que se sofocaban bailando. Un cardiólogo se encargaba de bajar la presión de los más necesitados y nos avisaron que una ambulancia estaba presta para cualquier emergencia y a los que tomaban cerveza les entregaban pañales desechables. ¡Fue una fiesta inolvidable!