¿PAZ FIRME Y DURADERA…?


Imagino que el próximo 29 de diciembre se celebrará con derroche un aniversario más de la firma “del Acuerdo de la Paz Firme y Duradera”, pero en  Guatemala el tema justicia sigue siendo una utopí­a por cumplir. ¡En Guatemala, ser pobre es un anatema! Las autoridades han creí­do que con pulcros discursos o levantando monumentos a los caí­dos  se van a cicatrizar las heridas. Pero no, porque el dolor que sufre un familiar y amigo no tiene lí­mites.

Elder Exvedi Morales Mérida – Santa Ana Huista, Huehuetenango
huistablogcindario.com

 


Han transcurrido muchos años y el tiempo ha sido insuficiente para sanar las heridas que abrió la guerra. Quizá se logre cuando se haga justicia… Y lo digo yo, que tuve el infortunio de vivir la guerra interna, pues mi padre, Vicente Paul Morales Hidalgo,  fue asesinado en su despacho el jueves 21 de mayo de 1981, cuando fungí­a como alcalde municipal; cuando en ese entonces no existí­a ni en la imaginación el aporte constitucional. Yo apenas tení­a 4 años de edad, pero esas escenas de muerte aún me torturan, como le sucedió a mi hermano Rodrid Adalid que jamás logró superar la muerte de mi progenitor y de mucha gente más. Mi hermano Rodrid Adalid se suicidó el año pasado y jamás vio que se hiciera justicia.  Pobre, esa maldita orgí­a de sangre nunca lo dejó en paz. 
Asimismo, los esposos de dos tí­as, hermanas de mi madre,  fueron torturados y eliminados fí­sicamente y lanzados al rí­o Azul; los pobres regresaban de tapiscar sus milpas. También otro tí­o, primo de mi madre. Y… ¡larga es la lista! 
A mi padre, los guerrilleros lo asesinaron. A los esposos de mis tí­as y a otros familiares, el Ejército. 
Los que salimos afectados durante la larga noche de la guerra no podemos quedarnos callados porque siguen las humillaciones, entre ellas, las que nos ha dado siempre la Comisión Nacional de Resarcimiento, pues nunca cumplen con sus promesas, y somos tan solo un botí­n para los politiqueros. 
¡No somos objetos sino sujetos! Entiéndanlo de una vez por todas.
Pero más terrible es para aquellos que aún no le han dado cristiana sepultura a sus seres queridos.                                                                                                                                                         
Qué terrible es vivir con tantas interrogantes sin tener la certeza de que alguien nos dé las respuestas satisfactorias. ¿Dónde están? ¿Quién los mató y enterró sin decir dónde?
Los horrores de la guerra no nos dejan vivir en paz. El más damnificado del conflicto armado, puesto que no fue el Ejército ni los diversos grupos insurgentes, sino el pueblo civil, quien sufrió las crudas y catastróficas consecuencias de la guerra interna, exige justicia; que se le dé cristiana sepultura a los que aún no aparecen, que el resarcimiento se haga efectivo, que dejen de vernos como objetos. 
¿Cuál es el camino para hacer justicia sobre los crí­menes de lesa humanidad y genocidio cometidos durante el conflicto armado? 
Los que siempre han creí­do que no vale la pena rascar las viejas cicatrices, ni quitar las costras porque entonces la herida que ya estaba seca, sangra de nuevo, y eso es lo que menos necesitamos, están equivocados porque no vivieron en carne propia tanta injusticia.
Muchos saben que el enfrentamiento armado causó muerte y destrucción, pero la gravedad de los reiterados atropellos que sufrió el pueblo todaví­a no ha sido asumida por la conciencia nacional. ¿Hasta cuándo?
No cabe duda de que, aunque doloroso, el narrar nuestra historia, es un paso indispensable para que esta sociedad inicie el largo proceso de sanar. 
Aprovecho pues, este espacio para exigirle a voz en cuello al Estado para cumplir sus deberes de garantizar a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona.