En Guatemala, la forma de hacer política no ha cambiado, la nueva clase política viene heredando un lastre que desde un inicio los imbuye dentro de la vorágine de la corrupción para satisfacer intereses de los financistas de la campaña electoral, de los grupos de presión –los que sin mostrarse a la vida pública, ejercen la presión necesaria para la obtención de sus intereses– y los muy particulares del nuevo funcionario o empleado público.
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Dígase lo que se diga, se advierte que para la nueva clase política en la realidad de nuestro país, hoy, las formas de hacer política no han cambiado. Para llegar a esta aseveración, es necesario reconocer que los gobiernos anteriores y el actual, aunque hayan estado presididos por civiles, se llevó en los formatos de una política verticalista, de puño duro y de organización casi paramilitar, sin que desaparezca del todo la rigidez del viejo régimen presidencialista. La intención de los líderes políticos asesinados, desaparecidos, perseguidos y exiliados de hace veinte y veinticinco años, que fue la de crear un nuevo sistema político, se quedó truncada; pues quienes manejaron la política durante los últimos cuarenta años, las diversas fuerzas políticas de los verdaderos dueños de Guatemala, carecieron de voluntad para crear un modelo distinto al de la presidencia imperial.
La conquista de privilegios una vez ganada la elección presidencial por la misma clase política de los partidos gobernantes, derivados del control de los órganos de gobierno, han sido considerados un botín de guerra. La decisión de aumentar el aparato burocrático en proporciones exorbitantes y de paso, elevar los salarios de los altos funcionarios en la misma proporción, fue el primer paso que se permitieron los vencedores, haciendo a un lado la exigencia de la sociedad de ser más equitativos y transparentes, para que todos entendiéramos que todo cambiaría para seguir igual. Por otra parte, las tan anheladas y necesarias reformas al aparato de administración de justicia se quedaron en el tintero y lo más grave, confirma la erosión de la confianza hacia la Corte Suprema de Justicia, la Corte de Constitucionalidad y ahora el Tribunal Supremo Electoral. La gente percibe que la impunidad sigue igual o peor y que las promesas de campaña de los abanderados que lograron llegar a la Presidencia y al Congreso de la República, es decir, la de ejecutar una acción refundacional del Poder Judicial, quedó para mejores tiempos, por no decir en el olvido.
Los representantes populares se alejaron de sus representados. La gente inscrita en el padrón electoral, acude a las urnas por un afán de castigar a quienes piensan que por su gestión, por las propuestas que ofertaron para dar mayor viabilidad al país, ganarían el voto nuevamente. Entonces el abstencionismo sigue ganando las elecciones sin que el Tribunal Supremo Electoral sea capaz de promover un proceso electoral limpio a pesar de ser autónomo de la autoridad central.