En la guerra sucia de los setentas y ochentas, los señalados eran todos aquellos que se manifestaran de cualquier forma en contra del orden establecido por el Estado que se había militarizado, el uso legítimo de la fuerza como función estatal se volvió ilegítima, lo manchó y lo volvió culpable. Pensar diferente, contra proponer ideas nuevas, señalar abusos, gritar la inconformidad, manifestar por los derechos laborales, exigir justicia, escribir, cantar, todo se volvió motivo de una presunción de atentar contra el orden que era autoritario.
Muchos fueron incriminados y muchos más fueron desaparecidos y asesinados, en ese tiempo cada gobierno de turno administraba la barbarie y el terror bajo un plan establecido, la institucionalidad era de caricatura y las elecciones eran meros trámites. Cualquier forma de oposición o de crítica fue interpretada como atentatoria y sospechosamente se le tildaba de comunista. Esa fue una época en la que se criminalizaba cualquier forma que resultara adversa al dominador; fue un tiempo oscuro literalmente, había pocas calles iluminadas y la electricidad no llegaba a todos los lugares, también languideció el alma de los habitantes; los caminos eran pocos y los espacios eran reducidos. Es falso que el tiempo todo lo cura, más bien lo oculta o lo tergiversa; solo han pasado quince años desde que se dio término oficial a dicho conflicto, tiempo insignificante comparado con la cantidad de daños que hay que reparar. La sociedad guatemalteca del presente, especialmente la de los grandes centros urbanos, ha logrado abrirse paso en medio de aquel oscurantismo pero solo en apariencia. La asimilación de toda aquella iconografía, idearios, posiciones, manifestaciones, otrora objetos de persecución o de dudosa tendencia, hoy han sido finamente ecualizados en la tonalidad de lo políticamente correcto, el sistema los ha incorporado como rótulos de neón vaciándol0s de contenido. Las abismales diferencias de un pueblo que en su mismo territorio acoge pobreza y riqueza extrema y que además es más grande que su Estado son la evidencia de un pasado irresoluto. Este ha sido el escenario que han encontrado por lo menos los últimos tres Presidentes; el que asumirá en enero próximo enfrentará una situación más compleja. Las recientes demandas interpuestas por familiares de militares en activo o en retiro, contra exmilitantes de la guerrilla y contra periodistas, no se distinguen por la razón, se impone la acción tendenciosa y manipuladora de la jurisprudencia, lo cual se comprueba en la más reciente presentada por un finquero que expone una lista de atentados y una lista de personas; detrás se oculta una trampita sediciosa que llama a una lógica reactiva que arriesga peligrosamente la gobernabilidad. Blandir la espada de la polarización ideológica en un escenario con poca memoria histórica, con una generación joven que no entiende el pasado porque piensa que no está implicado y con una sociedad tremendamente despolitizada, solo conlleva el riesgo de embargar las posibilidades del proyecto político del próximo gobierno. Para las víctimas pedir perdón no es suficiente, tampoco alcanza la resolución de la justicia y aun consiguiéndola faltaría la reparación comunitaria. Los implicados por su lado aún tendrían el recurso de redimir su dignidad, aceptando públicamente sus responsabilidades durante el conflicto y sometiéndose al sistema judicial de manera voluntaria, eso ahogaría aquel juego intransigente, supongo que estamos lejos que eso suceda.
Los demandantes le han puesto al Presidente electo una gran caja con moña incluida, es un regalo griego que dentro trae tirios y troyanos. El dilema de la posición que adopte su administración estará influido inevitablemente por su vinculación gremial como militar, y al mismo tiempo por el reto de ser un Presidente democráticamente electo para servir como funcionario público para la totalidad de este país, de él dependerá que el regalo se vuelva de Pandora.