Hace un año, en diciembre, la decisión de un vendedor callejero en Túnez de inmolarse prendiéndose fuego para protestar contra un abuso policial reflejo de la prepotencia de un régimen dictatorial, fue literalmente una chispa que encendió un fogarón cuyas consecuencias todavía se sienten a lo largo y ancho del mundo. Imposible imaginar entonces las consecuencias de ese gesto personal y lo que provocaría no sólo en Túnez sino en Egipto, en multitud de ciudades y pueblos del mundo árabe, en España, Grecia, Inglaterra, Italia e Israel, en México, India, Chile, Estados Unidos y Rusia, miles y miles de manifestantes se han movilizado indignados para reclamar contra un sistema corrupto que no sólo vulnera derechos humanos y libertades, sino que acumula pobreza sobre la mayoría mientras alienta la corrupción y protege a los corruptos con un manto de impunidad tremendo.
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Un movimiento inorgánico, en el que cuesta encontrar un hilo conductor que permita definir el origen y el alcance de la protesta, se extiende por el mundo derribando aún a viejas e inconmovibles dictaduras, no digamos a otro tipo de gobiernos que han tenido que soportar el efecto de la presión y sufren, en las urnas o en el parlamento, el rechazo que les obliga a dejar el poder, como en los casos de Zapatero en España y Berlusconi en Italia.
No digamos lo que pasó en Libia, donde el movimiento de inconformes local fue alentado por poderes externos que nutrieron de armas y poder de fuego a milicias opositoras hasta que se logró no sólo el derrocamiento sino la ejecución del dictador. Y en otros países como Siria la moneda aún está en el aire y todo indica que el movimiento inconforme puede seguir avanzando, a pesar de reveses como el de Egipto donde el Ejército se terminó burlando de la aspiración democrática y sacrificó a Mubarak, pero no su propio poder y hegemonía, dando lugar ahora a nuevos movimientos de protesta porque, al fin, los ciudadanos se dieron cuenta del engaño que significó la jugada.
Pero no sólo contra el poder político se generaliza el movimiento de inconformes, sino contra un sistema que alienta la corrupción en todos los niveles y posiblemente en ello esté lo más significativo de estos cambios. Es el cambio de actitud de gente que sabe, que ha visto históricamente cómo el poder sirve para burlarse de la ley, para acumular ventajas y beneficios para los que tienen poder económico en perjuicio del ciudadano común y corriente que tiene que cargar con el peso de la carga fiscal.
La lucha contra el poder político y contra las dictaduras tiene una larguísima historia y muchas veces se ha propagado exitosamente. La Primavera de Praga tuvo sus efectos como los tuvo, por ejemplo, la lucha de Lech Walesa y los sindicatos polacos como germen del fin de la Cortina de Hierro y el comunismo en el Este de Europa. Las mismas luchas revolucionarias en América Latina tuvieron el efecto de relanzar una ola democrática en casi todos los países a finales del siglo pasado.
Pero un movimiento mundial contra la picardía y la corrupción de los grandes poderes que, al final de cuentas, son titiriteros tanto de los gobiernos democráticos como de las dictaduras, es algo que yo creo no tiene precedentes y por eso la enorme importancia de seguir con detenimiento lo que arrancó en estos doce meses y, sin duda alguna, tendrá aún repercusiones en muchos lugares porque el problema es universal. No hay modelo político ni régimen alguno que pueda considerarse inmune a esas perversas influencias de los poderes que tras bambalinas, que tras bastidores, son los que al final marcan y deciden el rumbo de la humanidad. Enfrentarlos no es cosa sencilla, pero no habría revolución más grande en el mundo que la que permitiera acabar con ese yugo.