Hace años escribí un cuento denominado La Noche de las Aguas. El cuento trata de un sueño; pero, en verdad es el recuerdo de un hecho real: el temporal de 1949. Y ahora que ha existido tanta llovedera en pocos días y tantos huracanes con nombres en idiomas extranjeros, traje a la memoria ese temporal sin nombre internacional, que dejó agua por todos lados; solo eso.
En 1949 principió a llover pasadito el día de la Independencia, si mal no recuerdo, sin que diera tiempo a que llegaran los aires de octubre y noviembre y echar a volar los barriletes. Ni siquiera sucedió el temblor de tierra que siempre anuncia el fin del invierno. Bueno, lo cierto es que llovieron nueve días con sus noches y sin parar un solo momento. Fue una gran seguidilla de agua que aventaban desde el cielo a borbollones. Ni rayos ni centellas se dibujaban en el firmamento; solo el ruido sordo e intermitente del aguacero cayendo sobre láminas y tejas, reproduciéndose como el ruido del tambor redoblante de los bandos municipales. Y ese año llovió más, pero de los daños no se supo mayor cosa porque no existía televisión, sólo uno que otro radio holandés que sólo los encendían por las noches para escuchar el programa Chapinlandia, de la TGW. De eso hace ya 62 años. Cuando sucedió ese temporal, gobernaba el país el doctor Juan José Arévalo Bermejo; y como no había tanta deforestación, no ocurrieron deslaves ni la gente se quedó bajo tierra sin qué ni para qué. Tampoco había muchas carreteras pavimentadas ni puentes de hierro y cemento armado, que está visto no resisten una buena andanada de agua; sólo conocíamos el Puente de los Esclavos, hecho por los maestros albañiles que llegaron de España y con sus contingentes de esclavos, que mezclaban la cal con arena, clara de huevo y leche de mujer recién parida, formaban una amalgama fuerte, que ni el mismo diablo fue capaz de traérselo al agua, mucho menos esas reventazones de lodo, piedras y corpulentos árboles que los diamantes se encargan de separar con maestría, para que vayan a parar a los playones de los Cerritos y La Bomba, ya mero abajo de donde se extingue la Costa Grande. Y como ya dije que tampoco había luz ni televisión, nunca se supo si se murieron diez o veinte o treinta personas. Yo creo que no se murió ninguno. Y entonces, el río de Los Esclavos, que se llama igual que el puente, se juntó con El Margaritas e inundaron todos los potreros en donde pastaba el ganado. La costa se volvió una sola laguna y se llenó de pululos que se salieron de las lagunas de Pasaco y la gente los pescaba a mano. Recuerdo que el Río Grande o Ixcatuna, en la salida a Cuilapa, tenía normalmente como siete metros de ancho; pero, con el temporal de ese año llegó a tener como 30. Poncho Bauer me recordaba ese temporal en el entierro de don Humberto Preti, porque en ese entonces era Ministro. Y el único medio de saber cómo andaba el país era un radio de batería que tenían en la farmacia “Gonzálezâ€; y entonces, la TGW y una llamada Radio Morse, daban partes sobre el temporal y las peticiones del gobierno para conservar la calma, pues pronto llegaría ayuda y comida que al final nunca llegó. Aunque la mera verdad, no fue necesario porque los campesinos tenían bastante maíz y frijol en los tapancos y así pudimos sobrevivir sin esperar nada de nadie, porque se trataba de comunidades trabajadoras y responsables. En esos días sobrevoló el pueblo un avioncito amarillo, de esos que llamaban “mosquitosâ€. Recuerdo que tiraron unos quintales de maíz amarillo en el campo de futbol, ayudados por unos pequeños paracaídas; pero, de todos modos no se resolvió nada porque se rompieron al golpear la gramilla y el maíz se llenó de lodo. Después tiraron sacos con moscabado porque no había azúcar, aunque en todas las casas se guardaba uno o dos garlos de panela o litros de cerveza llenos de miel de trapiche que vendía don Gilberto Melgar, a escasos cinco centavos. La mayor ocurrencia fue el envío del correo: el avioncito lanzó un lazo con un gancho y se pasó llevando el costal del correo que al telegrafista se le antojo colgar en una tira que pendía del marco del campo de fútbol, al que se le quitó el travesaño. No sé si la gente estaba interesada en mandar o recibir cartas; lo cierto es que el avión se fue con el costal de lona azul, lleno de cartas que tal vez nunca llegaron a su destino. Los patojos gozábamos viendo por primera vez un avión, así como los pequeños paracaídas que les ponían a los sacos de maíz y moscabado. Así la fuimos pasando. Y siguió lloviendo y lloviendo sin que se tuviera noticias o saber en qué pararía la cosa. Recuerdo que el alcalde y una comisión de síndicos y regidores, se fueron a ver qué pasaba en la aldea Los Cerritos. Hasta allí llegaron porque el río de Los Esclavos los podía arrastrar hasta el ombligo del mar. A una familia la encontraron subida en un Bandanegro, un árbol muy, pero muy fuerte; llevaban cinco días de estar agarrados de las ramas, mitigando el hambre con granos de maíz crudo. A una señora embarazada la sacaron para la estación de policía de los Cerritos, pero dio a luz en plena lancha y a duras penas pudieron quemarle el ombligo al patojo con una chenca de puro. No aguantó llegar al punto para parir en condiciones de sequedad. Como a los nueve días fue apareciendo el sol; se oyó un gran trueno que sonó desde El Salvador y todo terminó como había principiado. Quizá hubo muchos daños, es casi seguro; pero, entonces éramos menos y lo que se podía destruir no era mucho. En cuanto a puentes, el de Los esclavos, que ni la patada del diablo lo movió una pulgada cuando fue construido, se quedó como si nada, en el mismo lugar en que ha estado siempre y sin moverse un solo milímetro. Cuando todo pasó y la camioneta pudo llegar de nuevo al pueblo, nosotros también volvimos a la escuela a terminar de estudiar el tercer año de primaria y esperar que se secaran los barriletes para volarlos en noviembre.