Los tiempos que corren actualmente se caracterizan por la pérdida de la confianza en instituciones centenarias o, incluso, milenarias. La pérdida de la fe no se debe únicamente a un factor religioso, sino que está presente en todos los ámbitos.
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Obviamente, la pérdida de la fe religiosa, debido a los problemas en las distintas iglesias, potenció esta condición posmoderna de las sociedades. La insistencia de basar una filosofía religiosa en preceptos aceptados simplemente por fe, provocó finalmente el cansancio de creyentes, a quienes las dudas los terminaron por dominar.
Pero también en el nivel político, la falta de fe en los sistemas está empezando a corroer a la población. Quizá no causó mayor sorpresa que la población se rebelara, por fin, contra las dictaduras en Medio Oriente, aunque sí hay incredulidad en los movimientos en Occidente, sobre todo por el “Ocupemos Wall Street†y sus movimientos consecuentes en Los íngeles, Washington y Filadelfia, entre otras ciudades.
En Guatemala, la pérdida de la fe en las instituciones estatales es evidente, lo cual se hizo notar en ese 40% de votantes que no acudieron a las urnas para la segunda vuelta electoral, ya sea porque no se enteraron, no les interesó o simplemente porque no les importa.
La pérdida de la fe debería ser un síntoma preocupante. Las personas vivimos sin certezas. Ya no se cree en nada ni en nadie.
Ante tantos desengaños, lo cual generan dolorosas decepciones, hemos optado por ya no creer, abandonar la fe. Sin embargo, aunque nos provoque decepciones, la fe sigue siendo fundamental para el espíritu humano. Tenemos la necesidad de creer en algo, en tener aunque sea una poquita fe, una leve esperanza, para poder vivir. Para el alma, la fe es tan vital como el agua y el aire para el cuerpo. Como escribió Rabindranath Tagore, “la fe engaña a los hombres, pero da brillo a la mirada.â€
Otra frase para resaltar es la que se atribuye tanto a Publio Siro como a Quintilano: “Quien pierde la fe ya no puede perder más.†Y justamente, cómo se pretende que este país se desarrolle cuando a la población simplemente ha dejado de interesarle, porque ya no tiene nada más que perder.
Por eso, las futuras autoridades deberían tener especial cuidado en esta pérdida de la fe, ya que si la población ya no cree, será casi imposible que se pueda hacer algo.
Como no se cree en la Policía ni en el Ministerio Público, la población ha dejado de denunciar. Como ya no se cree que el Estado haga un buen manejo de los fondos públicos, entonces la gente cree que sus impuestos van a dar a saco roto, por lo que optaría, si puede, a no pagar impuestos, como no pedir factura si se le descuenta el valor del IVA, o sumirse en la economía informal.
Lamentablemente, el gobierno que ya está más afuera que adentro haya llegado con el carro electoral de un partido político que apelaba a la esperanza, y que la esperanza –aunque sea lo último que se pierde– hoy día no se haya incrementado.
Los finales de los ciclos son buenos para incrementar estos valores: la fe y la esperanza, porque todo cambio, aunque provoque angustia, también provoca esperanza, de que todo pueda cambiar. Pero los nuevos gobernantes y diputados podrían dilapidar en pocas horas esta ilusión, si no aprovechan ese empuje de los primeros días.