La Navidad ha cambiado, como todo se vuelve nuevo con el tiempo. Es cierto que los días tienen similitud: el frío, la ilusión y las reuniones familiares para comer tamales y beber vino, pero algunas cosas se han trastocado y no sabría definir si para bien o para mal, eso lo debe juzgar cada uno.
Creo que en el pasado, los niños, por ejemplo, esperaban el nacimiento del niño Dios. Los papás ilusionaban a los pequeños, les hacían escribir cartas a Jesús y las ponían en los árboles –que no ocupaban el lugar central de la sala familiar–. Existía un sentido mucho más cristiano del evento, se hacían posadas y quizá hasta se rezaba, un acontecimiento en algunos hogares, extraordinario.
Las familias iban a las iglesias y meditaban –lo intentaban–, se decían palabras cariñosas y había momentos para el perdón. La estrella de David coronaba el árbol navideño. Santa Claus no tenía un lugar especial en las familias. Sólo eventualmente se ponía al señor de barbas en un rincón de la casa. Era un adorno accesorio, chistoso y muy ajeno a la costumbre cristiana, una importación foránea.
Los regalos no solían ser costosos, al menos en los hogares de clase media y baja. Carritos de madera, muñecas de plástico y raramente un objeto electrónico. Claro, no se avisaba el boom de la tecnología. Pero los padres no comían ansias con los juguetes. Eran conscientes que los niños eran felices con poco: soldaditos, pistolas de agua, trompos, máscaras, lo que sea. La alegría era la sorpresa de lo nuevo, una bicicleta era una bendición cósmica.
Con el tiempo, las cosas han cambiado. Santa Claus reina en el imaginario infantil y el árbol navideño es el centro de los hogares. Dios brilla por su ausencia y la reflexión es un artilugio arqueológico, una experiencia de las cavernas, un hecho desconocido. Ya no hay cartas al niño Dios y los nacimientos (¿qué es eso?), dan hueva construirlos, hasta más caro que el árbol, se quejan algunos. Bienvenido a la era del consumo y a la posmodernidad increyente.
Las noticias dicen que los regalos favoritos de los niños son iPads, Smartphones y consolas de videojuegos: Nintendos 3DS, PlayStations, Wiis o GameCubes. Todos costosos y adictivos, con capacidad de aislar a los capullos y volverlos eremitas lúdicos. Para hacer feliz a un niño hay que tener dinero, endeudarse y limitarse en otros ámbitos de la vida. Estos son tiempos no de familia, sino de gastos a granel. De hecho la cena no es para compartir sino para hartarse, beber y comprar cohetes para reventarlos como descerebrados.
Nada en Navidad tiene medida. Bienvenidos al período de lo extremo. Se come como sibarita y se bebe como cosaco. La moderación no existe porque tenemos necesidad de demostrarle al vecino que estamos por encima de su precariedad. Y nuestros niños no pueden vivir frustrados. Si el vecino va al Parque de Diversiones de Xetulul, el otro quiere llevar a sus hijos a Disney y el otro a Europa. La meta es exhibirse como triunfador y ningún tiempo más oportuno que Navidad.
Los tiempos han cambiado, nosotros hemos cambiado. Quizá es la razón por la que algunos abominan navidad, a esos amargados se les llama Grinch. Me pregunto si es justo llamarlos así.