El ocaso sonoro de Antoní­n Dvorak


celso

Continuamos en nuestra columna con la serie de artí­culos que hemos dedicado a la música de Antoní­n Dvorak. Diremos, en primer lugar, que esta música es tan sutil como Casiopea, esposa de lucero, que en su alma de puntillas todo el vibrar sonoro de los mares ancestrales y en sus calles de lirio se deslizan mis alas grises.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela

 


Iniciamos nuestro análisis apuntando que en plena cúspide de su carrera, Antoní­n Dvorak fue nombrado miembro de la Academia de Ciencias y Bellas Artes de la República Checa y de Berlí­n.  Por su parte, la Universidad Carolina de Praga le ofrece su diploma de doctor honoris causa y entre las condecoraciones que recibe el compositor en esta época, destaca la Orden de la Corona de Hierro, distinción importantí­sima que tan solo en raras ocasiones era concedida por el emperador de Austria.

Se produjo entonces el ingreso de Dvorak en el Conservatorio de Praga, donde pasa a ocupar la cátedra de composición.  Sin embargo, en febrero de 1891 abandonó esta entidad, puesto que recibe una tentadora oferta desde el Nuevo Mundo.  Es Jeannette Thurber, fundadora del Conservatorio Nacional de Nueva York, quien propone a Dvorak para la dirección del citado centro. Las condiciones son extraordinariamente favorables, pero no es el aspecto pecuniario el que mueve al compositor a viajar hasta el paí­s americano; Dvorak desea conocer el espí­ritu invencible de un pueblo que ha forjado su propia leyenda en un plazo tan breve de tiempo:  Los Estados Unidos de América. 

En el transcurso de su estancia en Nueva York, Dvorak ofrecerá el mejor homenaje que un compositor puede otorgar al motivo de su inspiración; su música convertida en expresión del sentimiento que le inspira América, donde solo recibiera homenajes y parabienes.  Nace así­ la Sinfoní­a n°. 9  llamada Desde el Nuevo Mundo, obra capital de su autor.

Pero la nostalgia de su paí­s le obligó a regresar a mediados de 1895. Tras de sí­, quedó el eterno aplauso de miles de gentes que sintieron su partida como si de un compatriota se tratara.  La labor de Dvorak durante esos cuatro años en el Conservatorio de Nueva York se recuerda todaví­a como ejemplo de perfección en la docencia musical.

A los 54 años de edad, Dvorak se reincorpora a la cátedra del Conservatorio de Praga.  Sus clases eran seguidas casi con veneración por parte del alumnado del Conservatorio.  Y aunque el trabajo le impedí­a dedicarse con total intensidad a la composición, Dvorak no dejó de incrementar su obra con numerosas piezas que fueron apareciendo paulatinamente hasta poco antes de fallecer.  Las más significativas de este perí­odo son los Cuartetos para cuerda (1893-95), la Suite para orquesta (1895), los Cuatro poemas sinfónicos (1896) y las óperas Rusalka (1900) y Armida (póstuma), con la que obtuvo, inexplicablemente, un rotundo fracaso, tal vez el único de toda su carrera.

En abril de 1904, Dvorak no pudo acudir al primer Festival de Música Checa, donde iban a ser interpretadas sus principales obras. Agudos dolores en la región renal le mantuvieron postrado sin que llegara a recuperarse. Toda su vida habí­a evidenciado una salud de hierro y en esta ocasión los médicos eran igualmente optimistas.

Pero a finales de abril sobreviene un agravamiento en el estado general del enfermo y en la tarde del 1 de mayo de 1904, Antoní­n Dvorak fallece a los 63 años de edad, ví­ctima de una fulminante congestión cerebral.

La noticia de su muerte causó una honda impresión en todos los cí­rculos musicales del mundo.  Llegaron expresiones de condolencia desde América y toda Europa y el dí­a del entierro se congregaron varios miles de personas tras el féretro, en el postrer viaje del compositor.  Sus restos descansan en el cementerio de Vysehrad, cerca del rí­o Moldava, cuyas aguas fueran inmortalizadas por otro gran compositor checo, Bedrich Smetana, quien reposa en ese mismo lugar.