Cuando Leonard Woolf –esposo de Virginia Woolf– solicitó en 1964 a Quentin Bell (hijo de Vanessa Bell) que escribiera la biografía de su tía, nunca imaginó que ésta marcaría el regreso de la autora, no sólo a los salones de clases de las más prestigiosas universidades europeas y americanas, sino que también daría inicio al mito de una escritora que, hoy día, forma parte de los clásicos más venerados, leídos, estudiados y analizados.
Y es que, por increíble que parezca, hasta principios de la década de los setenta (treinta años después de su suicidio) la obra de Virginia Woolf, aunque prestigiosa y conocida, aún no formaba parte de los programas de las universidades inglesas y tampoco era fácil de encontrar en las librerías.
La explicación a esta ilógica des-canonización que la autora sufrió durante tres décadas, la da Marta Pessarrodona en el prólogo de la edición que de dicha biografía ha hecho Random House Mondadori (1979), en la cual manifiesta: “…el matrimonio de académicos F.R. Leavis y su esposa Queenie (…) verdaderos mandarines de Cambridge, cuya obsesión era destruir todo lo que oliera a Bloomsbury, formaron legiones de anti-Bloomsbury que se diseminaron por todo tipo de centros de enseñanza (…) y no solo en Gran Bretaña…â€
Y ya que VW no sólo pertenecía al grupo de Bloomsbury, sino que además era una de sus más importantes fundadoras, pues resultó dañada por esta campaña fundamentada en la “amoralidad†de dicho grupo intelectual que había denunciado la falsedad de los valores victorianos y se había manifestado contra la primera Guerra Mundial.
Claro está que las cosas caen siempre por su propio peso (o eso deseamos creer) y su obra fue reivindicada.
Sin embargo, es precisamente este punto de la canonización, el que quiero traer a colación. ¿Quién decide qué libro es bueno y cuál no? ¿Quién decide el valor de un autor? Son preguntas de las que muy pocos saben las respuestas. Muchos creen que son los críticos, con base en criterios bien establecidos y un gusto refinado. Otros creen que son los lectores con su predilección en cuanto a compras. Otros que la academia, también con base en análisis exhaustivos.
Sin embargo, todo esto está muy lejos de la verdad. Lo cierto es que, muchas veces (la mayoría cuando hablamos de recepción local), tal como queda demostrado con el caso de los canonizadores de Cambridge (los Leavis), tales criterios, si es que existen, nunca llegan a ser aplicados. Muchas veces, una obra es aceptada o rechazada con base en la amistad que existe entre el crítico, académico, reseñista, etc. y el autor. En otras ocasiones, las enemistades existentes entre las partes (sobre todo si se toma en cuenta los egos) provocan que obras geniales no lleguen a ser conocidas por los estudiantes de letras, público en general y no obtengan reseñas.
Aunque muchos dicen que la obra de todo autor debe ser analizada independientemente de la vida o de información personal –cosa con la que concuerdo en el caso de que ésta sea absolutamente irrelevante para el sentido de la obra–, no podemos dejar de lado el contexto histórico y personal del escritor cuando se trata de analizar la recepción de su obra.
¿Por qué hay obras que tienen una gran acogida, para luego quedar perdidas en el olvido? ¿Por qué existen obras que, de primas a primeras, no son tomadas en cuenta y, luego de algunos años, alguien las descubre y les es otorgado el debido valor y se da un redescubrimiento de su autor? Quizá la respuesta no esté en la obra misma, sino en el poder que el autor, sus amigos, sus familiares y hasta su grupo social y político tenía en el momento en que la obra fue publicada.
Y hoy día, en que las leyes del mercado se han tomado también el mundo editorial, pues la labor de mercadeo también juega un papel importante.
Así que, la próxima vez que alguien le diga que la obra de X o de Y carece de valía, recuerde el caso de VW y trate de indagar si es que acaso esta persona sostiene algún tipo de rencilla con el autor o autora o si es que simplemente le cae mal. Le aseguro que en un 99% de los casos, atinará en la respuesta.