Nuestra democracia ya alcanza un cuarto de siglo, justamente con el fin de este gobierno. Ello significa que hemos pasado por diferentes etapas, por diferente estilos, por diferentes equipos de gobierno, por diferentes partidos políticos, por diferentes crisis, lamentablemente no hemos pasado por momentos de estabilidad, ni mucho menos de crecimiento, aún menos de bonanza. La siembra ha sido dificultosa y la cosecha ha sido magra.
La democracia todavía continúa siendo la mejor forma de gobierno hasta que se demuestre lo contrario, pero, hoy el movimiento de los indignados no hace más que mostrar que efectivamente la democracia nos tiene en deuda a todos y que sus beneficios se han vuelto el bienestar de unos pocos, que estos pequeños grupos poderosos, que esta oligarquía ha tenido el control del Estado toda la vida republicana del país, pero poco han hecho para propiciar una sociedad mayormente equilibrada, justa e inclusiva.
Los poderes del Estado tampoco han demostrado estar al tanto de los tiempos y las necesidades del país y de su sociedad. El Ejecutivo, el poder más evidente, únicamente ha demostrado indiferencia ante la magnitud de los problemas y sí ha sido complaciente con las élites, en beneficio de las cúpulas de gobierno. También ha sido incapaz de construir un Estado diferente, fuerte, estructurado, medianamente independiente y volcado a buscar la satisfacción de las mayorías en detrimento de las minorías; más bien ha trabajado a contrapelo de esta ecuación y ha sido solícito con resolver los problemas de los sectores minoritarios y ni siquiera les ha podido sacar una reforma tributaria decente, sino únicamente pellizcar recursos para sus flujos de caja del período de gobierno y nada más.
El poder Judicial tampoco ha sido capaz de crecer y fortalecerse para mostrar una actitud de independencia con respecto a los poderes ocultos y más bien se ha dejado adormecer por los seductores brazos de la impunidad y sus grupos paralelos. Ha sido ineficiente en darle fluidez y certeza jurídica a procesos de diferente tipo, en donde ha predominado la lenidad, la indiferencia, la ineficiencia y la poca voluntad de hacer del Organismo Judicial un espacio de justicia, derecho y legalidad.
Cuando llega el turno del poder Legislativo, es difícil no mostrar señales de resistencia, de malestar, de frustración, ante el cúmulo de hechos conocidos que ocurren al interior de un organismo tan importante y tan trascendente. Recuerda uno con sus clases de Teoría del Estado, cuando uno aprende que el Congreso es el poder del pueblo, la representación legítima de la sociedad. Pero, en primer lugar, como pueblo uno no se siente representado por el Congreso, ni mucho menos comprende que este poder sirva de intermediación entre la sociedad civil y el gobierno. No creo que nadie encuentre cierta esta interrelación, pues los señores diputados, más bien parecen un grupo de privilegiados que saben disfrutar de su curul, así como comprende que el proceso de formular una ley presenta una serie de ventajas para sí, que nunca había comprendido.
Preparar una iniciativa de ley es increíblemente importante, pues al proponerla rápidamente se acercan los interesados para pedirle que no la presente, que por ello tendrá retribuciones agradables y, además, contantes y sonantes. Que por hacerla en las condiciones que a estos grupos de interés les conviene, también tendrá sus réditos en efectivo. Otros hacen sus fortunas en la aprobación del Listado Geográfico de Obras, para lo cual cuentan con la connivencia de las alcaldías y sus concejos, y los constructores que entrarán en acuerdos para que las ganancias de todos se amplíen, los costos se reduzcan y la obra se haga, casi por milagro. No importa que en cada invierno se destruyan, igual habrá que hacerlas otra vez.
Ni mucho menos hablar del Congreso de la República cuando se trata de impulsar una reforma tributaria. Se frotan las manos inmediatamente pues saben que sólo anunciarla propiciará que se acerquen las élites para pedirles que no la aprueben, que la empantanen, que la retrasen, que esperen a las presiones que ellos ejercerán para que nunca se haga. Pero aquello de pensar en el interés general, aquello que urge de dotar de recursos al Estado para cubrir grandes necesidades de la población; aquello que es necesario fortalecer a la administración pública y sus instituciones; aquello que es necesario convertir al Presupuesto de la Nación en un instrumento de redistribución de la riqueza; eso no importa, lo que realmente vale es cuánto recibirán por empujar, retrasar o al final eliminar. ¿Y el pueblo y sus necesidades entonces?, pues simple, que se jodan…