Un narcosicario está frente a mí­


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Con tanta violencia en este paí­s, de cuyo nombre no deseo acordarme, algún dí­a me tocará, algún mal bocinazo puesto en el tráfico, o cualquier otra cosa, será mi desgracia; o será más bien algún párrafo escrito, publicado en no sé qué dirección perdida de Internet, que nadie visita, sólo quien pagó al narcosicario. O, peor aún, será algún texto que no escribí­ a favor de alguien que habrá provocado mi sentencia de muerte.

Mario Cordero ívila
mcordero@lahora.com.gt

 


En este paí­s de australopitecos, lo único que queda es seguir la corriente. Levantar el sombrero para saludar sonriendo… el único problema es que yo no uso sombrero, y desde el inicio lo hice mal, muy mal, a pesar de que sonreí­.

O quizá no estuve dispuesto a pagar un chantaje que hací­an sobre mí­, no haber votado por la nueva constitución, no estar de acuerdo con los impuestos, no repetir absurdamente las palabras de mi lí­der; quizá quise escudriñar en el pasado, o quizá estuve en el lugar incorrecto a la hora equivocada.

Ayer caminaba tranquilamente por la acera, y sin querer me topé con alguien, quizá ésa fue mi sentencia de muerte… o no le caigo bien a mi vecino… o no fui al concierto de moda… o no hablo bien tu idioma… o mi piel es de otro color… o mi minorí­a no es de tu mayorí­a… o tuve la suerte de nacer en tu tierra… o soy migrante… o soy homosexual… o soy heterosexual… o soy lesbiana… o soy activista… o soy ambientalista… o soy reaccionario… o soy lo que sea: seguramente eso provocó mi sentencia de muerte.

A veces, sólo con verte a los ojos, te ha provocado tal turbulencia en tu sucia alma, que no soportó mi limpia mirada, mi buen karma, mi armoní­a con el universo, que sólo ésa razón fue suficiente para que me mandaras a matar… incluso pediste que fuera un accidente; quizá una bala perdida, tal vez un tren descarrilado, o, incluso, mandaste un terremoto antes de los Juegos Olí­mpicos, para que pareciera una desgracia natural, y que mi muerte, junto a centenas más, diera paso a la intervención extranjera en polí­ticas domésticas que, a mí­, poco me importan, pero a ti sí­; quizá quieres una justificación para desviar la atención polí­tica, quizá en el Congreso de Representantes estén consensuando una ley que no te interesa que aprueben, porque arruinarí­a tu negocio de exportación de personas, o de importación de muerte… qué sé yo, sólo sé que un narcosicario viene por mí­.

O quizá yo fui una persona maleva, que viví­ al borde de la ley, y que tarde o temprano debí­ haber esperado que un narcosicario viniera por mí­â€¦ qué más da, a veces me di cuenta de que ya esperaban por mí­, para que implantara mi silencio de maldad, silencio que protege a dictadores y a violadores de mujeres, que han obligado a abortar sus hijos que recién se forman. O quizá me presté para tu juego sucio. Un narcosicario ya está viniendo por mí­.

Alguien le ha dado mi fotografí­a, y hasta habrá pensado “Es presa fácil, tiene cara de maricón”, y tiró el cigarrillo que tení­a entre los dientes, y lo machucó con odio, y el hí­gado le habrá dolido. Entonces, me buscará, alguien le dirá dónde estoy, a qué hora voy por el pan, a qué hora salgo de casa, a qué hora soy más vulnerable. Y “sin mediar palabra”, dirí­an los periódicos, me atacarás sin siquiera decirte por qué necesito seguir con vida, quién me espera en casa… qué le dirás, por ejemplo, a mi mujer, cuando vea mi ropa sin usar en el armario… no dirás: “Disculpe, es que me pagaron muy bien por su vida”; no, incluso la dejarás con la duda, de pensar que yo fui malo, muy malo, y hasta dirán: “se lo merecí­a; a saber en qué cosas andaba… el que mal empieza, mal acaba”, o, como dirí­a el Colocho “el que a plomo vive, a plomo muere”.

O, quizá, tenga suerte, y no dirán “¡Qué bueno!”. Tal vez estaba en una buena posición social, tal vez periodista, tal vez activista, tal vez polí­tico… entonces sí­, se levantarán las voces, y a pesar de que pude haber sido malo (y quizá sí­ lo fui), no seré una estadí­stica más, sino que seré un mártir de la violencia, y mi muerte dará comidilla a los periódicos por una semana, para decir que fui el “defensor” de tal o cual cosa, el mártir del Facebook o Twitter, y condenas internacionales vendrán al paí­s, y pagarán onerosos espacios en los medios de comunicación para repudiar el crimen, y dirán “¡Qué bárbaros!”, si era tan bueno, y quien sepa de las colas que muchas veces me machucaron, no alzarán la voz para decir “Fue malo”, sino que hablarán de mí­ por debajo de la mesa, mientras que en mi funeral, en la sala principal hablen maravillas, afuera, en el patio de fumadores de la funeraria, estarán diciendo cosas de mí­, malas, por supuesto.

Pero para entonces, yo ya no tendré dolor, y quizá sólo se me permita ver desde lejos (arriba o abajo) mi último adiós, a mi mujer vestida de negro, y con el delineador corriendo derretido por sus pómulos, porque –a pesar de que se juró que no iba a llorar– lo hizo, cuando alguien le preguntó “¿Y qué pasó? Es que estaba afuera del paí­s y no me enteré”. Desde arriba veré, y me daré cuenta de que todo esto no vale la pena, y que sólo fue tránsito… que la vida sigue, y que la muerte, ¡já! es un invento creado por las funerarias y por los hospitales que no saben cómo explicar la negligencia médica. Pero que más allá de este mundo impune e injusto, hay más, y entonces me daré cuenta que todo esto no vale la pena, y que los columnistas no tení­an razón… y que la televisión sólo puede transmitir imágenes planas… y que vos y yo fuimos condenados a cadena perpetua, mientras dure la vida, a este mundo, pero que al finalizar, podrí­amos ser libres: ajá, si quisieras, claro, porque si querés seguir atado, está bien, quedate, sigue esta vida, en este mundo que, al contrario de lo que pensaba Colón, sí­ está montado sobre un par de tortugas gigantes: sí­, quedate, quedate, yo sigo, voy para arriba, y no paro… el cosmos me espera, es tan infinito y mi alma tan grande, que ya no cabí­a en este mundo… entonces sí­, no pararé y todo aquello que querí­a hacer, lo haré… y todos los libros que querí­a leer, los leeré… y todos los vinos que quise catar, los cataré… y aquel café que querí­a tomarme contigo, me lo tomaré, aunque sea solo, y ya no tendré lí­mites, nunca más.

El narcosicario ya está frente a mí­. ¿Y vos qué vas a hacer cuando llegue el tuyo?