Cuando uno escucha una amenaza de manera reiterada, lo que nos dicen parece perder valor, importancia y certeza. Creo que es por ello que existe gente que no toma en cuenta estos avisos, porque las intimidaciones se han hecho consuetudinarias. Te voy a pegar, le dice un padre a su hijo y lo más probable es que le pegue, pero entonces… y que más queda. Te voy a matar dice el ladrón, pero entonces… y que más queda. Si me dejas me suicido, dice él o la amante a su pareja, pero entonces… y que más queda.
Yo desearía saber a cuántas amenazas de muerte se encuentran sometidas algunas personas en nuestro país en un período de tiempo determinado. Y entonces… que más queda. Si cada paso que damos constituye un riesgo, podríamos decidir encerrarnos en una casa, en una cueva, en un hospital, o vivir amurallados. Pero entonces… que más queda.
La vida se escapa a través de nuestros miedos, miedos reales, tangibles, que sobrepasan nuestra capacidad de sentirlos. Miedos que constituyen formas de avisos, de que estamos en un verdadero problema. Que nuestra vida no vale mucho para quien ejerce este tipo de amenazas. Un celular, unos cuantos centavos, un carro, un trabajo, un negocio, poseer un bien apetecible a otros, todo ello constituye fuentes de amenaza para ser expropiados de nuestras pertenencias personales y de nuestra existencia.
Lo más injusto de todo, es que en momentos actuales, no solamente tenemos miedo de perder nuestros bienes, nuestras vidas y la de la familia que amamos. Sino que corremos el riesgo de desechar nuestra legítima vida, nuestros sueños, nuestras ilusiones, y permitir que nos mutilen nuestras deseables vivencias. Todo tiene un punto máximo y a partir de este punto, muchas veces es posible que nos digamos a nosotros mismos que suceda lo que suceda. Elijo vivir, pero bajo mis condiciones y no bajo las circunstancias a las que me quieren someter.
Amamos a la vida, pero necesitamos sentir libertad, serenidad y confianza. ¡Qué te voy a matar!, nos dicen de la manera menos inexpresiva, sin lamentaciones, ni remordimientos. Entonces… el espíritu suele cansarse, ante la lucha por la sobrevivencia, por sueños truncados, por la impotencia de no encontrar alternativas. Porque en la vida necesitamos intermitencias, que nos permitan admirarla, apreciarla y disfrutarla. Entonces… lo que tenga que suceder, que suceda. Es allí donde el síndrome peligroso del hartazgo llega.
No sé cómo interpretar esta situación. Me parece que el agobio y la desesperanza pueden llegar a poder más. No es que la gente quiera morir y busque un evento violento en cada paso que propicie su muerte. Es que los eventos violentos se encuentran sin siquiera dar vuelta a la esquina. No importa el lugar, la hora, si hay otras personas, si la Policía está enfrente. Entonces… suceden.
Esta conducta, de y que más queda, podría deberse a un último hálito para vivir, pero sin restricciones y con libertad. Se pueden construir muros, castillos, blindar los carros, pero esto contribuye a sentirnos en zozobra, a alimentar el desánimo, el miedo y a perder la fe. En el encuentro de un aprendizaje de actuar impotente, paranoide y ante el descrédito de lo humanitario.