Uno de los signos sensibles de estupidez humana consiste en la incapacidad de reírse y tener sentido del humor. Los hombres en general son (o somos) en general imbéciles. Esto es, carecemos de fantasía, somos planos y desconocemos el gozo de vivir. De aquí que la calle sea un hervidero de idiotas pululantes, incapacitados de felicidad.
Entendámonos. No hablo del sentido del humor vulgar, ese que en nuestro medio es abundante. El de aquel que manda vía correo electrónico chistes ordinarios de la exesposa del Presidente, del que asiste al teatro a “matarse de la risa por tanto ingenioâ€, ni del que en las reuniones, ya borracho, es el alma del encuentro por tantos chistes de Pepito. Hablo de algo más profundo.
Me refiero a aquel estado interno, producto quizá de la mucha literatura o de una educación esmerada inteligente, que hace que las personas se distancien del mundo y sean proclives a relativizar la existencia y enfrentarse a las adversidades cotidianas de una manera lúdica.
El sentido del humor que hay que reivindicar no es la del bufón, sino la del sabio que con una mirada dulcificada y gozosa, encuentra serenidad en las desdichas y alegría en los eventos ordinarios. Hablo del que resuelve su existencia sin protocolo ni rigideces, del que vive su religión sin angustia por el infierno ni experimenta el pecado como la ruina de su existencia.
En las antípodas están los imbéciles. Esos seres cuadrados con un ADN maldito que les impide desarrugarse. Padres castrados, estériles, incapacitados de sembrar alegría y llevar felicidad. Me refiero al progenitor idiota que impone a sus hijos un régimen de legalidad, ortodoxia y estado de sitio. Pienso en el inquisidor que no ríe y el sádico siempre con rabia.
Se ven por todas partes, son legión (ya lo dije). En el restaurante son los que atienden muy formalmente, pero no sonríen. En las clases, son los estudiantes que sólo preguntan por fechas de exámenes y cómo ganar puntos. En el juzgado son los abogados tarados que se han creído el teatro de su vestimenta y sus discursos son abigarrados. El que finge la voz para aparecer formal y hace gestos para mostrar dominio y control.
Es el columnista que hace enredados silogismos y se esfuerza por pasarse de listo. El analista político que subestima al lector y cree que escribe para enfermos mentales. El editorialista que finge erudición y hace malabarismos con el lenguaje, el que se cree exquisito en el dominio del lenguaje. Escribo de quien comenta los artículos de prensa con una seriedad sobrehumana, como si de él dependiera el orden del universo y la vida del mundo futuro.
En Guatemala nos reímos mucho, pero no es indicativo de que seamos genios ni muestra de sabiduría. Nuestra risa, la de muchos, es la de quien no entiende el mundo y en consecuencia se ríe de veleidades, como tontos. Por eso es que pasamos rápido de la falsa felicidad a la furia y al enojo. De aquí que linchemos sin piedad, maltratemos al vecino y pidamos como imbéciles “mano duraâ€.