A diferencia del talento para el color, el dibujo y la pintura que se reconoce en las manifestaciones espontáneas y tempranas de algunos artistas, el talento para el volumen, el modelado y la escultura se reconoce tardíamente en obras cuya realización requiere un caudal de conocimientos técnicos, adquiridos en un prolongado y complejo proceso de aprendizaje en el que, lógicamente, se sacrifica la espontaneidad de lo innato. De allí que a los escultores les sea más difícil que a los pintores apartarse de las convenciones de la academia y la tradición.




í‰ste no es el caso de Arturo Ruano cuyo innato talento escultórico sobrevivió intacto al proceso de aprendizaje de los secretos del oficio y de la tradición, sin duda porque lo sufrió casi sin darse cuenta, desde su perspectiva de artesano –sin pretensiones artísticas—, en su taller, al margen de lo académico aunque en estrecho contacto con los grandes maestros escultores que le confiaban la fundición de sus piezas. De allí que, una vez decidido a hacer escultura propia, su obra sea una rara mezcla de gracia y rudeza, de espontaneidad y planificación, de respeto e irreverencia frente a lo académico, de insatisfacción y aceptación frente a la tradición culta y popular que, sin embargo, se resuelve en una certeza formal y expresiva que bien podríamos llamar instintiva.
Puesto en su taller de fundición, rodeado de esculturas prestigiosas y de los más diversos materiales, y dejado a merced de los impulsos de su instinto escultórico, en Arturo Ruano el proceso creativo tomó desde sus inicios la forma de un juego y de un ritual. Y como todo juego y todo ritual, la escultura de Ruano no sólo impone sus formas sino también su propio campo –lúdico y ritual— de significaciones. Así, los elementos que componen su escultura –caballos, toros, ángeles—tienen una procedencia formal en la tradición culta y popular de la escultura local, pero su procedencia material viene de la actualidad –lo sintético y los desechos industriales. Pero sobre esos orígenes dispares predomina el poderoso instinto formativo del artista: el juego de integrarlos en un orden nuevo y el ritual que recrea y salvaguarda el orden antiguo. Eso explica, sin duda, no sólo la gracia e ingenuidad de sus esculturas sino también lo genuino y profundo de su origen espiritual.
Y en efecto, tras la pátina de óxido de hierro viejo que recubre la resina sintética, el espectador de la obra de Arturo Ruano se reencuentra con la fantasía que anima a los caballitos de Nahualá, que es la misma que pone en movimiento a los carruseles de las ferias de barrio y la da alas a los pegasos mitológicos; con los toscos ángeles de las iglesias de pueblo y el trabajo de los indios imagineros de la época colonial; o bien con los toros universales de la antigua pintura rupestre y de las corridas populares, destilando su simbología perenne. El aspecto de hierro viejo, sin embargo, las hermana con la fantasía de las máquinas y los motores, de la cual el escultor popular aprovecha la entraña misma de sus mecanismos ingeniosos, convertidos prematuramente en desechos, característicos de una época de despilfarro.
Delimitado el campo de significaciones en el que se despliega el instinto escultórico de Arturo Ruano y el propósito de su juego y su ritual creativo, cobran su verdadera dimensión el ingenio y la libertad imaginativa con que el artista crea su obras, atento siempre a descubrir entre lo que desecha nuestra cultura industrial y tecnológica posibilidades materiales, formales y conceptuales para que aflore allí, en la plenitud de su presencia, la cultura profunda –que no es un discurso ni una ideología— que define la identidad de un pueblo.